Los peligros de cocer y freír los alimentos. 2ª parte

 

¿Y qué importancia tiene esta polémica?, se preguntarán algunos lectores; pues porque no es lo mismo que nuestros organismos lleven habituados a ingerir alimentos cocidos 10.000 años o millón y medio. Al menos eso se alega pero lo cierto es que aun suponiendo que los humanos cuezan los alimentos desde hace millón y medio de años se habrían limitado a asar o tostar carne, huesos, nueces y vegetales poniéndolos en contacto con las llamas o las brasas o ahumándolos tras recubrirlos con hojas o hierbas. Otra cosa es cocerlos y las más antiguas vasijas cerámicas conocidas las encontró un equipo de la Universidad de Harvard (EEUU) coordinado por el doctor Ofer Bar-Yosef en unas cuevas de Xianrendong (Jiangxi, China) y son de hace unos 20.000 años solo que las evidencias de que se usaran tales utensilios para la cocción y horneado de alimentos son de hace apenas 10.000. Hace pues solo ese tiempo que el hombre cuece en agua los alimentos y eso no son más que unas 400 generaciones.

El doctor de la Colorado State University (EEUU), Loren Cordain, destacado defensor de la paleodieta, publicó en 2001 en World Review of Nutrition and Dietetics junto a otros investigadores un artículo clave en el que se defiende que el segundo salto espectacular del tamaño encefálico del ser humano se produjo hace unos 400.000 años al pasarse del Homo erectos al Homo sapiens y solo es explicable por una mayor abundancia en la dieta de ácidos grasos omega 3 de cadena larga que solo se encontraban entonces en proporciones destacadas en los órganos de mamíferos -especialmente en sesos e hígados- y en los peces de los lagos africanos. Infiriendo de ello que ya entonces la mitad de la dieta humana estaba basada en proteínas y grasas de origen animal cuando ese porcentaje no llega hoy al 10% en la dieta de chimpancés y gorilas.

Preedy, R. R. Watson y C. R. Martin publicaron por su parte en 2010 un libro –Handbook of Behaviour, Food and Nutrition– que recoge varios trabajos y casi todos ellos coinciden en sostener que la gran diferencia evolutiva entre primates y humanos -cerebros pequeños e intestinos largos contra encéfalos grandes e intestinos cortos- se produjo a lo largo de más de un millón de años y no de forma tan cercana y rápida. Estudios sobre el metabolismo indican que el cerebro humano consume el 25% de la energía del cuerpo cuando ese requerimiento es del 5% al 10% en los primates y del 5% en otros mamíferos. Es más, en el caso de los bebés humanos el cerebro consume el 64% de la energía del cerebro bajando esa cifra al 50% en la pre-adolescencia.

Ahora bien, la tesis de que la evolución de la inteligencia humana se basa en el veloz desarrollo encefálico que promovió hace 10.000 años cocer los alimentos y poder ingerir carne no parece sostenerse porque tal salto evolutivo no ha tenido lugar entre otros muchos carnívoros que se alimentan de ella sin necesidad de usar el fuego. Si la ingesta de carne fuera realmente lo que ha llevado al hombre a un mayor grado evolutivo los animales serían hoy más inteligentes que nosotros porque la consumen en gran cantidad y desde hace mucho más tiempo. Luego afirmar que cocerla es beneficioso para el ser humano por ello cae por su propio peso. No estaría de hecho de más saber si la industria cárnica financió discretamente algunos de esos trabajos.

Lo cierto y demostrado científicamente es que los alimentos cocidos dan lugar en el ser humano a procesos inflamatorios… ¡aún hoy! Incluida la carne pero especialmente los vegetales ya que

destruye gran parte de sus nutrientes, desnaturaliza sustancias que hacen que el sistema inmunitario reaccione contra ellas, transforma ácidos grasos sanos en insanos, invierte el giro del spin de los

aminoácidos convirtiéndolos en tóxicos y produce moléculas cancerígenas como las de Maillard, las acrilamidas, los hidrocarburos aromáticos policíclicos o los llamados productos finales de glicación avanzada (AGE).

En fin, que el hombre es carnívoro desde hace mucho tiempo no es sin embargo discutible. Un equipo de la Universidad de La Laguna de Tenerife (España) realizó en colaboración con el Massachusetts Institute of Technology un trabajo coordinado por la doctora. Ainara Sistiaga que se publicó en 2014 en PloS One según el cual los neandertales europeos de hace 50.000 años seguían una dieta predominantemente carnívora con una aportación menor de vegetales. Lo que confirmó los resultados del trabajo de un numeroso grupo de investigadores de la Universidad Autónoma de Barcelona encabezado por el Dr. K. Hardy -se publicó en 2012 en Naturwissenschften– según el cual el análisis químico cromatográfico de los cálculos dentales hallados en cinco neandertales del yacimiento de El Sidrón (Asturias) reveló que su dieta incluía vegetales y carnes cocinadas porque había en sus restos compuestos químicos pirovolátiles. Y lo más curioso: encontraron evidencias de que hace 49.000 años esos humanos ya utilizaban plantas medicinales.

Otra hipótesis mantenida por muchos antropólogos es la de que los primitivos homínidos aprendieron a aprovechar los restos de cadáveres abandonados por otros depredadores, postulado que basan en el hallazgo frecuente de instrumentos rudimentarios fabricados con piedras junto a huesos rotos en muchos yacimientos arqueológicos del Paleolítico lo que parece indicar que los humanos eran duchos en aprovechar el meollo de los huesos con altísimo contenido en nutrientes que los depredadores carnívoros no eran capaces de romper. La hipótesis es defendida por la doctora Leslie C. Aiello -del London University College– quien destaca la riqueza en nutrientes de las médulas óseas inaccesibles para la mayoría de los depredadores carnívoros. Aunque es obvio que un previo calentamiento al fuego de los huesos facilitaría la operación.

En fin, independientemente de que el ser humano lleve 10.000, 100.000 o 1.000.000 de años comiendo alimentos cocidos es obvio que la gran diferencia entre una alimentación típica de los cazadores-recolectores y la moderna es que hoy nuestra dieta básica solo incluye un 10% o menos de alimentos crudos; menos aún en el caso de muchas personas que raramente incluyen al comer ensaladas. Luego la calidad y cantidad de nutrientes que aporta la dieta moderna es menor que la de nuestros antecesores cazadores-recolectores.

¡PERO LOS ESQUIMALES APENAS INGIEREN VEGETALES!

Matteo Fumagalli -del London Universtity College de Reino Unido- efectuó junto a colaboradores de distintos centros de investigación daneses un trabajo que se publicó en 2015 en Science según el cual en los genomas de los esquimales se produjeron cambios relacionados con el metabolismo de las grasas que explicarían por qué alimentándose básicamente de proteínas y grasas -en el polo no hay apenas vegetales- sus niveles plasmáticos de colesterol y triglicéridos son normales al igual que serían cambios en la expresión de ciertos genes los que habrían influido sobre sus hormonas de crecimiento generando un fenotipo antropométrico más obeso y de menor estatura que sus congéneres europeos.

La doctora Karen Fediuk cuenta por su parte en una tesis doctoral que presentó en la Universidad McGiill de Montreal (Canadá) -se publicó el año 2000 en Journal of Food Composition and Analysis– que los esquimales de las regiones árticas de Canadá y Alaska habitan en ese entorno desde hace al menos 4.000 años y ello implica que mantienen ese tipo de alimentación desde hace al menos 160 Generaciones. Dieta casi por completo carnívora en la que los vegetales constituyen una fracción mínima pues básicamente consumen algas, raíces y moras. La diferencia es que mientras nosotros consumimos preferentemente el tejido muscular de los animales ellos dan prioridad a las vísceras y, en especial, a los contenidos intestinales de alces, caribús y mamíferos marinos… que se alimentan de musgos, líquenes, algas y fitoplancton. Y eso explica que los investigadores Vilhjalmur Stefansson y K. Andersen pudieran pasar cuatro años viviendo con los esquimales de Alaska siguiendo una dieta basada en un 90% de carne cruda de animales marinos y renos manteniéndose perfectamente sanos. De hecho a su regreso -en 1930- ambos fueron sometidos a una rigurosa revisión por parte de un equipo de médicos del Hospital de Nueva York sin hallarse en ellos problema de salud alguno. Estudios posteriores revelarían que en realidad esa dieta incluye un 15% de carbohidratos derivados ¡del contenido en glicógeno de la sangre embebida en músculos y vísceras! Claro que hablamos de carnes animales terrestres y marinos de la zona porque cuando Stefansson y Andersen se sometieron a una dieta similar en Estados Unidos durante un año bajo control médico sufrieron serias complicaciones. ¿La razón? Consumieron carnes occidentales con preponderancia de tejidos musculares, muy distinta pues a la esquimal que se basa en proteínas y grasas de origen fundamentalmente marino e incluye los nutrientes aportados por sus órganos y vísceras.

Los primeros exploradores árticos del siglo XIX ya observaron que mientras ellos eran fáciles víctimas del escorbuto los esquimales que encontraban en sus periplos no sufrían ese problema a pesar de la proporción mínima de vegetales y frutas de sus dietas. Hoy se sabe que en los órganos crudos de animales terrestres y marinos -hígado, riñones, estómago, cerebro, intestinos, etc.- puede haber por ejemplo hasta 35 miligramos de vitamina C por cada 100 gramos de alimento. Y aún más en ciertos tipos de algas y en las huevas de algunos salmónidos. Cabe agregar que la dieta media esquimal contiene aproximadamente un 50% grasas, un 45% proteínas y apenas un 5% de carbohidratos… de los que la mayor parte es el glucógeno de la sangre fresca que de hecho suelen también ingerir. En todo caso la mayor cantidad de vitamina C se encuentra en la piel, en la capa adiposa de las ballenas beluga (hasta 40 mg por cada 100 gramos).

Y recordemos que hablamos de un asunto fundamental ya que la vitamina C no puede ser sintetizada ni por nosotros ni por varias especies de primates, murciélagos y pájaros frugívoros; de hecho se postula que el gen que permite obtenerla sintetizando la enzima L-gulonolactona-oxidasa a partir de la glucosa se «silenció» en los primeros primates al final del Período Cretácico, hace pues unos 63 millones de años.

Y, por cierto, el Dr. H. E. Sauberlich publicó en 1985 en Progress in Food & Nutrition Sciences un artículo en el que asevera que el 94% de la vitamina C de los alimentos se absorbe en la parte distal del intestino delgado siempre que se ingiera menos de 120 miligramos diarios pero si aumenta la ingesta esa absorción disminuye de forma natural. Así, si se ingieren por ejemplo 12 gramos diarios de ácido ascórbico su absorción intestinal es de solo un 16% siendo el resto no metabolizado y expulsado por el organismo. Tomar pues diez o doce gramos diarios de vitamina C al día durante un corto periodo tiempo no sería tan peligroso como asegura la medicina convencional porque el intestino solo absorbería unos 2.000 miligramos. O sea, que nuestro propio organismo tiene su sistema de regulación.

Los investigadores húngaros Z. Clemens y C. Tóth aseveran por su parte tras efectuar una serie de estudios de cohorte en un artículo titulado La vitamina C y la enfermedad. Una visión desde la perspectiva evolucionista que se ha publicado en marzo de 2016 en Journal of Evolution and Health– que el déficit de vitamina C se relaciona inversamente con los parámetros de morbilidad y mortalidad y, además, que consumir suplementos de la misma no tendría eficacia alguna Aparente contradicción que se debe al constatado antagonismo entre vitamina C y glucosa; en pocas palabras: los suplementos no son eficaces debido al exceso de glucosa en la dieta occidental moderna. De hecho hicieron pruebas clínicas constatando que una dieta rica en alimentos animales y pobre en carbohidratos cubre sobradamente la necesidad de vitamina C que nuestro organismo necesita para evitar las enfermedades metabólicas.

SOMOS OMNÍVOROS

Cabe además preguntarse si la convicción de que el exceso de carbohidratos es «per se» negativo ya que muchos pueblos primitivos llevan siglos alimentándose con dietas basadas en un 80% de carbohidratos y sus habitantes no padecen ni diabetes 2 ni síndrome metabólico, patologías que asolan hoy a la población de los países industrializados. Es más, esas personas que consumen tantos carbohidratos y están sanas enferman a menudo cuando se van a vivir a países en los que se sigue la típica dieta occidental rica en alimentos industriales. Empiezan rápidamente a sufrir obesidad y patologías metabólicas. Luego el problema no está en los carbohidratos naturales.

Un equipo de la Lund University de Suecia coordinado por el Dr. Steffan Lindeberg publicó en 1999 un trabajo en Metabolism en el que explican que los kitavans, habitantes de la islas Trobriand de Papúa-Nueva Guinea en la Melanesia, se alimentan básicamente de pescados, mariscos, mandioca, coco y frutas siendo muy raros entre ellos los accidentes cardiovasculares, la hipertensión y la obesidad. Pues bien, los médicos suecos midieron en sangre el nivel de insulina de 164 nativos de 20 a 86 años y la de 472 suecos de 25 a 74 y comprobaron que la media de los primeros era un 50% menor. Es más, constataron que mientras entre los kitavans el nivel de insulina disminuía con la edad en los suecos aumentaba a partir de los 50 años. La conclusión de los investigadores es que los niveles altos de insulina en sangre están relacionados con la dieta industrial de occidente siendo ésta la base de la gran mayoría de las enfermedades metabólicas modernas.

Lo antedicho lo apoya el hecho de que los primates -genéticamente los más cercanos a nosotros- se alimentan con un 95% de glúcidos y entre ellos no hay «resistencia a la insulina»… salvo si viven en un zoológico e ingieren la comida basura que les lanzan los visitantes. Los investigadores Philip Knowling y Amy Plowman estudiaron de hecho la dieta de los monos del Zoológico de Paignton en Devon (Reino Unido) y comprobaron que dándoles simplemente bananas procedentes de árboles que crecen salvajes en la selva, más ricos en fibra y menos dulces que los que se les daba comprados en el supermercado, mejoró notablemente su pelaje, disminuyeron los problemas gastrointestinales, se redujo su agresividad y no hubo más casos de diabetes.

El antes citado Dr. Loren Cordain explica detalladamente en uno de sus artículos (www.thepaleodiet.com)

cómo preparan aún hoy los aborígenes australianos actuales el ualabi -pequeño canguro de unos 10 kilos- y dicen que primero se chamusca el animal entero poniéndolo 20 minutos sobre una cama de brasas y piedras calientes y a continuación se desuella, se abre en canal, se separan los órganos acompañados de sus envoltorios grasos, se vuelven a poner sobre las brasas unos minutos, se sacan y, finalmente, se coloca el cuerpo sin órganos durante otra media hora mientras los presentes consumen las vísceras con sus envoltorios grasos: hígado, riñones, pulmones, corazón, etc.; todo, incluidas las médulas óseas y los sesos, a excepción del estómago y los intestinos.

Pues bien, es significativo señalar que este ejemplo es válido para todas las dietas de cazadores- recolectores de los 229 grupos culturales estudiados por el Dr. Cordain y sus seguidores en todo el mundo a lo largo de más de 20 años. En prácticamente todos los casos el uso de la cocción es rudimentario y las vísceras y carnes apenas se someten a un somero asado; siendo ingerida la carne casi cruda en el caso de los esquimales y otras culturas de las regiones boreales. Y algo también común: el alimento más valorado son las vísceras por su enorme carga de nutrientes.

En fin, quienes postulan oficialmente las verdades científicas se pasaron dos siglos mofándose de las ideas de Jean Baptiste Lamarck pero hoy nadie duda de que la epigenética es uno de los más importantes instrumentos de la evolución y los factores externos son capaces de transformar los códigos genéticos por mucho que hasta hace poco se consideraran inmutables. Proclamar que la alimentación puede alterar el genoma se consideraba una herejía hace solo 15 años pero hoy los expertos admiten que un cambio en los hábitos dietéticos es suficiente «per se» para explicar la evolución humana y pasar del cerebro de medio litro de los primates de hace 4 millones de años al de litro y medio del Homo Sapiens.

¡Y cuidado! Porque hay evidencias de que en los últimos 10.000 años el cerebro humano se ha reducido casi un 7%, disminución que parece de nuevo deberse a los cambios en la dieta como resultado del descubrimiento de la agricultura. De hecho similar porcentaje de reducción craneal se ha producido en los animales domesticados por el hombre y no así entre los que viven salvajes. El caso más significativo es el de los perros que, en relación con sus antecesores lobunos, tienen un cerebro un 10% menor; sin duda porque han tenido alimentariamente una evolución similar a la humana.

CONCLUSIÓN

En suma, la cocción de los alimentos destruye las enzimas que permiten metabolizarlos adecuadamente así como otros muchos nutrientes fundamentales y además desnaturaliza otros impidiendo que puedan ser tratados por nuestro sistema digestivo haciendo que el organismo los acumule como toxinas y provocando simultáneamente a veces reacciones de intolerancia o alergia que cursan con inflamación local puntual que puede convertirse en crónica y sistémica además de dar lugar a las diferentes patologías metabólicas que hoy sufre cada vez más gente.

Cocer o freír los alimentos a altas temperaturas es pues un error y solo se justifica en los casos de algunas legumbres y tubérculos que contienen antinutrientes -lectinas y proteasas- y toxinas -como las patatas o la mandioca-. El resto de los vegetales deberían comerse crudos, germinados o fermentados para mantener sus principios activos intactos.

En cuanto a las carnes, nutrientes fundamentales como los ácidos grasos omega 3, la vitamina B12, la taurina y la carnosina se conservan inalterados en las carnes curadas, en salazón o marinadas al limón o al vinagre. Las vísceras y médulas podrían sin embargo ser la excepción aunque muchas culturas las ingieren crudas después de fermentadas o curadas.

Lo inteligente, en definitiva, es llevar una dieta equilibrada en la que las verduras y frutas crudas representen al menos la mitad de la ingesta diaria incluyendo en ella alimentos fermentados como quesos, yogures, encurtidos, chucrut, miso, etc. Ahora bien, ante determinadas patologías -como el cáncer, las enfermedades autoinmunes y las neurodegenerativas- es aconsejable prescindir casi totalmente de todo alimento sometido a más de 50° C y, por supuesto, de todo producto elaborado industrialmente.

Fuente; Revista Discovery Salud. Número 197-Octubre 2016         

20/11/2022