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Dicen algunos antropólogos que la cocción de los alimentos fue lo que inició nuestra separación definitiva de los primates y explica el espectacular incremento en apenas un millón de años de nuestro volumen cerebral al permitirnos ingerir carnes ricas en proteínas y hacer masticables y digeribles algunos vegetales pero, paradójicamente, hoy es considerada por otros expertos la principal causa de la mayoría de las enfermedades «modernas». Y es que cocerlos disminuye la cantidad y calidad de sus nutrientes, destruye las enzimas que permiten digerirlos y puede generar además moléculas imposibles de procesar que se acumulan como toxinas provocando a veces la reacción descontrolada del sistema inmunitario. Algo que advirtió hace ya casi un siglo el Dr. Kouchakoff al comprobar que la ingesta de todo alimento cocido inicia un proceso inflamatorio que, al repetirse día tras día, lleva a una inflamación sistémica permanente que estaría a menudo detrás de las enfermedades metabólicas, degenerativas y crónicas.

El hombre es el único animal que cocina sus alimentos aunque otros que ha domesticado -como los perros y los gatos- y algunos estrechamente relacionados con él -como las ratas, gaviotas, palomas o insectos- los consuman si se ponen a su alcance. Y eso que hace ya siglo y medio dos científicos, Donders y Grancher, descubrieron que la ingesta de alimentos cocidos produce en sangre un rápido incremento de leucocitos planteándose si ello no sería señal de que hacerlo no es sano. Una duda que quedaría en el aire hasta que en 1937 el ruso Paul Kouchakoff publicó en Memoires de la Societé Vaudoise des Sciences Naturelles un artículo titulado Nouvelles lois de l’alimentation humaine basées sur la leucocytose digestivee (Nuevas normas sobre la alimentación humana basadas en la leucocitosis digestiva) que, entre otras cosas, constató que alimentos crudos que no producen reacciones del sistema inmune a nivel intestinal sí lo hacen cuando se ingieren cocidos. Reacción inmunitaria similar a la que tiene lugar cuando se ingiere un alimento en mal estado o no es de origen natural. En pocas palabras, el sistema inmune reacciona ante la comida cocida igual que ante un patógeno: activando su sistema celular de protección. Kouchakoff lo demostró experimentando durante varias décadas con cientos de pacientes a los que dio alimentos crudos, cocidos e industriales (modificados tanto por el calor como por otros medios). Observaría además así que si el alimento cocido se masca sin tragar no se produce leucocitosis pero se activan otras células inmunitarias: los neutrófilos y linfocitos (no así los eosinófilos).

Reacción inmune que se produce a los 3 o 4 minutos de ingerir el alimento cocido siendo más intensa a los 30 minutos, tiempo a partir del cual la reacción disminuye y el recuento en sangre pasa a ser normal a la hora y media. Asimismo observó que si se ingieren alimentos cocidos cada media hora la leucocitosis se mantiene a su máximo nivel de forma continuada, efecto que parece ser mayor cuando la cocción se realiza con una olla a presión. Y lo mismo ocurre si se ingieren alimentos industriales siendo especialmente negativo el azúcar. Respuesta inmunitaria, por cierto, que es independiente de la cantidad de comida ingerida.

¿Y a qué lleva tal reacción? Pues principalmente a una brutal inflamación que si es sistémica -afectando a distintos órganos del cuerpo- y continuada en el tiempo podría ser cofactor de todo tipo de enfermedades degenerativas; desde la diabetes hasta el cáncer pasando por la aterosclerosis. En suma, los expertos alertan hoy de los problemas que para la salud tienen el tabaco, el alcohol, las toxinas, los aditivos, las radiaciones, las grasas hidrogenadas y «trans», las grasas saturadas, el colesterol y otros factores que inflaman nuestro interior y provocan degeneración celular… pero nadie advierte de algo constatado: hacen lo mismo los alimentos cocidos. Un grave problema porque mucha gente los ingiere prácticamente a diario.

Pero, ¿por qué? Pues según el Dr. Edward Howell -así lo propuso en 1946 en su obra The Status of Food Enzymes in Digestión and Metabolism (El papel de las enzimas alimentarias en la digestión y el metabolismo)- porque todo alimento crudo cuenta con enzimas específicas para ser metabolizado pero la cocción las destruye a partir de 42° centígrados. Así de simple. De hecho a 50° la práctica totalidad de las enzimas quedan destruidas. Y a 60° la vitamina C. Y a 100° la mayor parte de los complejos órgano-metálicos se desnaturalizan provocando su precipitación como sales minerales de pobre asimilación; incluyendo metales tan esenciales como el hierro, el calcio o el zinc.

Cuarenta años más tarde el mismo doctor Howell publicaría un nuevo libro, Enzyme Nutrition (Las enzimas en la nutrición), en el que da cuenta de numerosos experimentos que demuestran el transcendente papel que juegan las enzimas de los alimentos crudos en todo el proceso digestivo, desde la permeabilidad intestinal hasta su transporte por el sistema linfático. Investigaciones que asimismo demuestran que con su presencia se precisa menor actividad salivar y pancreática.

Lo singular es que ya a principios del siglo XX un médico, el Dr. Maximilian Bircher-Benner, propondría alimentarse solo de vegetales crudos poniendo las bases del Crudivorismo. De hecho abrió un sanatorio en Suiza en el que trató todo tipo de patologías sobre la base de una dieta hipocalórica constituida por vegetales crudos: frutas, verduras, hortalizas, semillas, frutos secos y cereales integrales. Lo llamativo es que el Dr. Bircher-Benner pasaría a la historia como el inventor del muesli cuando lo cierto es que hasta su muerte -en 1939- su clínica se consideró uno de los más famosos centros de rehabilitación del mundo. En realidad su dieta crudívora estaba basada en la dieta habitual de los pastores de los Alpes suizos que raramente se apartaban de su habitual menú frugal de leche cruda, queso y avena cruda. De hecho Bircher-Benner no realizó ningún estudio específico ni seguimientos médicos de sus pacientes por lo que es difícil discernir sobre los resultados concretos de su régimen que él mismo definía como la forma de recuperar la «fuerza vital» mediante la absorción de la energía solar contenida en los alimentos que se ingieren en su estado natural. Es decir, muchos años antes del descubrimiento de las vitaminas y las enzimas, Bircher-Benner ya mantenía que los alimentos contienen nutrientes específicos derivados de la luz solar que dividió en cuatro categorías según su relación con la fotosíntesis.

Pues bien, es verdad que en la mayoría de los muesli los cereales -principalmente se usa avena- se someten a una rápida cocción pero cuando el cereal es integral y se deja a remojo en agua con sal 24 horas las enzimas no se inactivan.

LA COCCIÓN TRANSFORMA LOS AUMENTOS EN AGENTES PATÓGENOS

Para comprender la magnitud de la transformación por calor basta ver cómo se fríe un huevo y la yema transparente y líquida se vuelve blanca y sólida. Y es que las proteínas -hay más de 20.000 distintas- tienen una estructura espacial muy complicada de 4 órdenes -se habla por ello de estructuras primaria, secundaria, terciaria y cuaternaria- y son fundamentales para todas las funciones orgánicas pero cuando el calor las desnaturaliza el sistema inmunitario puede no reconocerlas como propias, considerarlas extrañas y atacarlas. Es decir, el calor las convierte en sustancias alergénicas. Es más, el calor puede afectar incluso a los aminoácidos que conforman las proteínas produciendo desaminaciones y desulfuraciones; con pérdida del radical fosfato en los casos de la fosfotreonina y fosfoserina.

En su destacado y recomendable libro La alimentación, la tercera medicina el Dr. Jean Signalet recuerda que si bien la cocción de los alimentos presenta a veces claras ventajas -aumenta el tiempo de conservación y su digestibilidad además de eliminar la mayoría de los microorganismos patógenos- no hay tampoco duda de que las altas temperaturas a las que son a menudo sometidos producen transformaciones químicas irreversibles que los desnaturalizan. Es más, se generan moléculas no ya extrañas al metabolismo humano sino que no se encuentran de forma natural en el planeta. Uno de los efectos más destacados es la transformación de la estructura espacial o cristalina de los aminoácidos que pasan de ser del tipo L al tipo D. Debe saberse que la inmensa mayoría de los aminoácidos -terrestres y siderales- son isómeros L -su spin gira de forma levógira- siendo los de tipo D raras excepciones (es el caso de la D-serina, aparentemente sintetizada por las células cerebrales humanas).

El caso es que aun hoy se desconoce qué ocurre en nuestro cuerpo cuando el isómero D de un aminoácido esencial -no sintetizadle por el organismo- pasa a formar parte bien de una proteína, bien de una célula humana, pero sí se sabe que las enzimas específicas no son capaces de actuar sobre él. Y de hecho quizás la presencia de D-serina en el cerebro sea patológica y no natural porque se ha hallado en numerosas personas con diferentes patologías nerviosas, incluida la esquizofrenia. Un equipo de la Universidad de Rio de Janeiro (Brasil) coordinado por el doctor C. Madeira encontró de hecho altos niveles de D-serina en el fluido cerebro-espinal de enfermos de alzheimer según explican en un reciente artículo publicado en 2015 en Translational Psychiatry. Y cinco años antes -en 2010- un grupo de investigadores japoneses de la Universidad de Kyoto dirigido por el Dr. N. Fujii publicó un revelador trabajo en Chemistry & Biodiversity en el que explican que encontraron residuos de D-aspártico en varios tejidos de personas de edad avanzada (en especial en los tejidos oculares), hecho que a su juicio puede deberse a una degeneración del L-aspártico por estrés oxidativo. Trabajos que inducen a preguntarse si las acumulaciones de aminoácidos D no se deberán a una ingesta excesiva de alimentos cocidos a lo largo de la vida y, por tanto, ser uno de los agentes causantes de las enfermedades neurodegenerativas.

Se trata de una posibilidad que nadie se ha aventurado a investigar, pero lo cierto es que un equipo de la Universidad de Jordania de Ammán coordinado por el doctor S. K. Bardaweel publicó en 2013 en Acta Pharmaceutica un trabajo dando cuenta de varios ensayos in vitro que demostraron la capacidad citotóxica de los aminoácidos D-alanina, D-lisina y D-prolina por vía de la catalasa y el peróxido (H2O2). Luego parece claro que los aminoácidos D son peligrosos factores que atentan contra la salud celular.

En 1992 los doctores J. C. Cheftel, J. L. Cuq y D. Lorient publicaron por su parte un libro sobre proteínas alimentarias según el cual las altas temperaturas provocan pérdida parcial de aminas en los aminoácidos glutamina y esparraguina, pérdida de azufre en los aminoácidos cisteína y cistina y liberación de urea por la arginina aunque lo que más destacan son las transformaciones que sufre el triptófano, aminoácido esencial escaso en la dieta habitual y fundamental para la síntesis de serotonina y melatonina. Es más, la cocción hace que parte del triptófano genere derivados carbolínicos de demostrado poder cancerígeno. Y no es el único ya que los aminoácidos lisina, ornitina, fenilalanina y ácido glutámico también generan carbolinas potencialmente cancerígenas.

Y no solo los aminoácidos; las altas temperaturas también hacen que los carbohidratos den lugar a la conocida «reacción de Maillard» con formación de moléculas de glucoproteínas resistentes a las enzimas proteolíticas, moléculas que pueden traspasar la barrera intestinal, llegar al torrente circulatorio y provocar la reacción del sistema inmunitario. Caso notable y poco estudiado es por ejemplo la transformación de glucosa en 2-desoxiglucosa que una vez llega a la célula puede ser aprovechada por ésta como fuente de energía pero que, por alguna razón desconocida, puede también inhibir el desarrollo celular.

En todo caso son las grasas o lípidos las sustancias que más se alteran por el calor de la cocción, en especial las más insaturadas que abundan en los aceites vegetales; se oxidan y polimerizan y además se transforman en isómeros de ácidos grasos «trans». Otro hecho preocupante de la cocción es la formación de las denominadas aminas heterocíclicas (HCA) que aunque generadas en ínfimas cantidades en frituras y asados resultan inquietantes por su carácter cancerígeno.

En cuanto a las nitrosaminas, también consideradas cancerígenas, se forman durante la cocción pero igualmente al ahumar o salar la carne, muy especialmente si en ella se han utilizado nitritos como conservantes. Las nitrosaminas pueden formarse también en el interior del organismo -especialmente en el medio ácido estomacal- pero solo si se padece déficit de vitamina C ya que su presencia lo impide. Lo demostró un equipo del Massachusetts Institute of Technology coordinado por el doctor S. R. Tannenbaum en un trabajo publicado en 1991 en American Journal of Clinical Nutrition.

Y lo mismo puede decirse de los llamados Productos finales de glicación avanzada (AGE por sus siglas en inglés de Advanced Glycation End Products) cuya formación potencia la cocción: también pueden sintetizarse endógenamente por reacción con la glucosa lo que suele acaecer cuando ésta se ingiere en exceso. Un grave problema ya que la gran mayoría de las colas, refrescos y alimentos preparados y en conserva llevan azúcares.

Consideración especial merece asimismo el aceite de oliva virgen extra ya que al obtenerse por mera presión en frío contiene todas sus enzimas, vitaminas y sustancias volátiles originales; es pues idóneo para su ingesta como aliño pero lo cierto es que carece de sentido usarlo para freír alimentos aunque sea menos dañino para ello que el resto, aceite de coco aparte.

En cuanto al resto de los aceites vegetales -girasol, maíz, cacahuete, sésamo y otros- la mayoría también se obtenía hasta hace medio siglo con métodos de presión a temperaturas que nunca superaban los 40° garantizándose así la conservación de sus ácidos grasos, enzimas, vitaminas y volátiles pero con esa técnica apenas se logra extraer el 30% de las grasas contenidas en los granos así que los empresarios decidieron aumentar el rendimiento usando vapor de agua pero a costa de destruir sus enzimas, vitaminas y sustancias volátiles; y lo que es peor, desnaturalizando sus ácidos grasos.

Es más, hoy muchas refinadoras de aceite usan un método aún más peligroso: la extracción con hexano. Se logra así recuperar la totalidad del aceite contenido en los granos pero se trata de un aceite «comestible» en el que quedan trazas de ese hidrocarburo tóxico derivado del petróleo. Problema al que se agrega el hecho de que durante el tratamiento final de refinado los ácidos grasos insaturados se transforman parcialmente en ácidos saturados y ácidos grasos «trans». Obviamente usar estos aceites para cocinar -especialmente para freír- es un error ya que al hacerlo se producen numerosas toxinas.

Resumiendo: la cocción transforma las estructuras funcionales de las proteínas alimentarias y provoca cambios radicales en los aminoácidos que las constituyen. En los carbohidratos las reacciones de Maillard resultantes de la reacción entre los grupos amino de las proteínas con los grupos carbonilo de los azúcares generan moléculas que bien son tóxicas -como las melanoidinas, capaces de atravesar la barrera intestinal y acumularse en el espacio intercelular con resultados desconocidos sobre la salud-, bien resultan extrañas para nuestro sistema inmune que reacciona dando lugar a una inflamación sistémica. En cuanto a los aceites los desnaturaliza transformándolos parcialmente en grasas saturadas o grasas «trans».

Agregaremos que el Departamento de Agricultura norteamericano (USDA’s Natural Nutrient Database) reconoce que con la cocción los alimentos pierden de media el 40% de sus nutrientes y en algunos casos más: hasta el 75% de los folatos y el 70% de las vitaminas B1, B6 y C así como de potasio. Es decir, fundamentalmente de las vitaminas hidrosolubles pues las liposolubles son perturbadas solo cuando los alimentos se fríen a altas temperaturas. La carne animal no pierde en cambio tantos nutrientes como los vegetales pues normalmente mantienen entre el 25% y el 50%; especialmente si se hacen a fuego lento y a temperaturas no muy altas. De ahí que se recomiende prepararlos mejor al baño maría, al vapor, a la plancha -vuelta y vuelta- o asados despacio antes que cocidos o fritos; eso sí, olvídese del microondas.

LLEVAMOS POCO TIEMPO COMIENDO ALIMENTOS COCIDOS Y FRITOS

La mayoría de antropólogos y arqueólogos considera que el hombre empezó a usar fuego para cocer alimentos hace unos 50.000 años pero Richard Wrangham -primatólogo de la Universidad de Harvard (EEUU)- sostiene en su libro Cooking-up bigger brains (Cocinando cerebros más grandes) que fue hace ya millón y medio. De hecho sostiene que fue el descubrimiento del uso del fuego para asar carnes y vegetales lo que permitió la evolución del Homo habilis al Homo erectus aumentando sensiblemente la capacidad craneal y la reducción del tamaño de las piezas dentales. Tesis que apoya en investigaciones propias y de otros antropólogos que cuenta sin embargo con muchos opositores; como la doctora de la Universidad de Michigan (EEUU) Loring Brace quien mantiene que no hay evidencias del uso doméstico del fuego de una antigüedad mayor de 250.000 años. Otros científicos, empero, apoyan su hipótesis con el argumento de que para su evolución los primitivos humanos necesitaban contar con alimentos de mayor contenido energético porque el cerebro necesita 22 veces más calorías que los músculos. No olvidemos que los chimpancés -nuestros «primos» en la escala evolutiva con quienes compartimos el 99% del genoma- se alimentan de frutas en un 60% siendo el resto vegetales y tubérculos y en su dieta la proteína animal es una fracción mínima. Además, aparte de su menor capacidad craneal la diferencia fundamental entre ellos y nosotros es el mayor tamaño de sus dientes con mandíbulas más poderosas y tubos digestivos sensiblemente más largos, algo que permite una alimentación rica en fibra dura, difícil de triturar y digerir; de hecho los cazadores-recolectores actuales, los más cercanos a la antigua paleodieta, apenas incluyen un 10% de fibra no digerible en comparación con el 30% de un chimpancé.

Los doctores K. N. Englyst y H. N. Englyst -del Chilwort Science Park– recuerdan por su parte en un artículo publicado en 2005 en British Journal of Nutrition que los carbohidratos son básicamente de dos tipos: glucémicos (los que son rápidamente metabolizados en el intestino delgado) y no- glucémicos (los que llegan prácticamente intactos hasta el colon porque carecemos de las enzimas necesarias para transformarlos en glucosa); pues bien, los almidones de tubérculos y raíces pertenecen a este segundo grupo y de ahí que para ingerirlos haya que cocerlos a fin de romper las cápsulas celulares protectoras iniciando un proceso de gelatinización que permita que nuestras enzimas digestivas transformen esos almidones en glucosa. Y ello apoya la tesis de Wrangham sobre la importancia de la cocción para obtener altas cantidades de glucosa biodisponible para el cerebro que, de otra manera, necesita una larga transformación por las bacterias colónicas.