¿Qué ingerimos realmente cuando compramos pan?

Tiempo de lectura: 22 minutos

La mayor parte de los productos que compramos como «pan»; barras, baguettes, hogazas, chapatas, pan de molde, integral, etc. en panaderías, tiendas de ultramarinos, supermercados y gasolineras no sólo carecen de las propiedades nutritivas esperadas -son menos ricos en proteínas, minerales y vitaminas- sino que apenas contienen fibra por lo que provocan estreñimiento cuando no dañan los intestinos y el colon o causan problemas de intolerancia o alergia. Y es que buena parte se hace con levadura industrial refinada, blanqueantes -como el dióxido de cloro-, propilenglicol, aceite de coco -pura grasa saturada-, propionato de calcio – antibacteriano y fungicida que destruye enzimas-, aluminio -tóxico para el cerebro-, bromato de potasio -prohibido en Europa-, cloruro de amonio, tartrato, cloruro de amilasa, emulgentes, conservantes, potenciadores del sabor… Por eso a las pocas horas está duro y resulta indigerible.

La decisión de un empresario valenciano de Quart de Poblet de rebajar el precio de la barra de pan a 20 céntimos desató a finales de 2012 una auténtica guerra comercial en la comunidad valenciana que más allá de sus repercusiones económicas plantea una seria cuestión relacionada con la salud: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar la calidad de un producto -en este caso el pan- por conseguir un precio más bajo? Porque es razonable que en tiempos de crisis haya quien esté dispuesto a asumir muchas cosas con tal de ahorrar en la cesta de la compra pero también parece claro -hoy como ayer- que nadie regala duros a cuatro pesetas y como reconocía Antonio Cuñat, presidente del gremio de panaderos de la localidad de Torrent, «los panes más baratos se hacen con los ingredientes de más baja calidad del mercado«. Y al hablar de alimentos, calidad es siempre sinónimo de salud.

Solo que en el caso del pan el problema es mucho más grave ya que el llamado «pan blanco» que hoy se comercializa en establecimientos de todo tipo hace ya tiempo que dejó de tener las propiedades nutritivas del «pan de toda la vida» del fabricado en las tahonas tradicionales con productos naturales. Lo que hoy ingerimos como «pan blanco» procede a menudo de conglomerado de harina y productos químicos -entre ellos numerosos aditivos de todo tipo- cuyo consumo está dando lugar a problemas estomacales e intestinales así como a numerosos casos de intolerancia cuando no de alergia. Siendo encima su calidad nutritiva mucho peor al carecer de todos los nutrientes de la harina integral natural.

De ahí que la polémica de si el pan blanco engorda o no, de si su consumo fomenta o no la obesidad, sea un debate totalmente secundario y una manera de no afrontar lo que realmente debería preocuparnos: que la mayor parte del que se comercializa es insano.

UN PRODUCTO POCO NATURAL

Evidentemente nuestro aparato digestivo no está preparado para digerir los granos de los cereales – como sí lo están los de las aves y otros animales- pero la capacidad del hombre para manipularlos y hacerlos digeribles terminó convirtiéndolos en soporte básico de la alimentación humana. Y ello gracias a un proceso simple que consiste en moler esos granos hasta convertirlos en polvo o harina a la que luego se echa agua y sal para poder amasarla y dar forma así como levadura para que fermente y le proporcione volumen y esponjosidad (al fermentar se producen pequeñas burbujas de dióxido de carbono (CO2) que quedan en el interior de la masa) antes de meter la pieza en el horno. Algo no imprescindible pues el pan puede hacerse también sin levadura recibiendo entonces el nombre de pan ácimo. Se trata, en suma, de un proceso que permite conservar la totalidad de los nutrientes del cereal usado al hacer el pan al que no hay que añadir aditivo químico alguno.

A partir del siglo XIX, sin embargo una serie de empresarios decidió hacer negocio con el pan y fabricarlo de forma masiva creando fábricas en las que poder hacer a diario todo tipo de productos por millares: barras, baguettes, hogazas, chapatas, pan de molde, etc. El problema es que para lograrlo no vale el método tradicional ya que luego hay que almacenarlo cierto tiempo y además, transportarlo a grandes distancias así que decidieron modificar el proceso y usar solo harina «refinada»; es decir, eliminando de ella el germen -en el que se encuentran las vitaminas y los ácidos grasos esenciales- y la cáscara -la que contiene los minerales y la fibra- a fin de lograr que se conserve más tiempo sin que se enrancie. Y ésa es la «harina industrial» con la que desde entonces se hace la mayoría del «pan blanco» que se vende de forma masiva en las grandes superficies; carente pues de casi todos sus nutrientes.

Un problema que se agravaría con el tiempo cuando la mayoría de los cereales -sobre todo el trigo- empezaron a cultivarse de forma intensiva -con lo que los cereales tienen menos nutrientes- y dar lugar a cereales híbridos poco parecidos a los granos originales; y luego a especies transgénicas que nuestro organismo no reconocen y rechazan. Siendo todo ello la razón de que a la ingesta de pan blanco muchos médicos le achaquen hoy tantos problemas: intolerancia, alergia, dificultades de digestión, fermentación con formación de gases, inflamación, estreñimiento o diarrea, dolor estomacal e intestinal…

Problemas que agravaría el hecho de que para ahorrar tiempo se empezó además a utilizar levadura industrial procedente de cultivos que contenían químicos; entre ellos, sulfatos y polifosfatos. Y por si fuera poco se empezaría posteriormente a utilizar una gran cantidad de sustancias químicas que «ayudaran» a la harina a fermentar, a dotar de mayor o menor esponjosidad a la masa, a conservarla más tiempo, a aromatizarla para que el olor se parezca al del auténtico pan, a blanquearla para hacerla más brillante y atractiva, a mejorar la estructura de la corteza, a darle sabor o a potenciarlo, etc. Hablamos de los denominados «aditivos alimentarios», muchos de ellos productos químicos cuya total inocuidad a medio y largo plazo no está demostrada -aunque hayan sido legalizados- que pueden además provocar reacciones cruzadas y cuya respuesta a determinadas temperaturas sigue siendo una incógnita.

Ciertamente las autoridades han aprobado un consumo diario máximo de esos aditivos pero en realidad ni existe la seguridad de que a las cantidades autorizadas tales sustancias sean inocuas ni hay manera de controlar la cantidad que se ingiere dado que están presentes en muchísimos productos: el pan, los picos, las galletas, los bollos, las magdalenas, los cruasanes, las ensaimadas, los pasteles, las tartas…; la lista es interminable. Y nadie puede afirmar que tales productos consumidos durante años sean inocuos. De hecho algunas de las sustancias que en su momento fueron legales hoy están prohibidas (aunque aún no en todo el mundo porque en los países menos desarrollados los ciudadanos se defienden peor de la avaricia empresarial). Es el caso del bromato de potasio que durante décadas se utilizó para hacer más esponjosos algunos panes y que permitía usar menos harina al fabricarlos; se retiró de la lista de aditivos autorizados en 1992 por ser ¡cancerígeno! Luego, ¿quién puede asegurar con fundamento que no lo son también otros de los que actualmente son legales?

Todo esto debería haber llevado a aprobar una legislación que garantice la inocuidad de los productos químicos usados por quienes comercializan alimentos ¡pero no ha sido así! Lo que implica que todos deberíamos leer bien las etiquetas de lo que compramos para conocer al menos los ingredientes exactos. El problema es que eso, en el caso de las barras, baguetes, chapatas y demás no es posible. Usted puede hoy saber de dónde vienen los tomates que compra o cómo y dónde vivió la ternera cuyos filetes pondrá en su mesa pero las condiciones de fabricación y venta que rodean al pan son un misterio insondable para el consumidor: no puede conocer ni la naturaleza del cereal que consume, ni si cuando creció se usaron en él químicos, ni si el pan se fabricó con harina industrial, ni qué aditivos lleva… Nada de nada.

UNA VIEJA POLÉMICA

Lo singular es que aunque esta polémica pueda parecer nueva no lo es. Las dudas persisten desde el comienzo de la panificación industrial y vamos a dar algunos ejemplos que lo demuestran. En el Literary Digest de 26 de noviembre de 1898 se hacía referencia a la publicación en el British Medical Journal de un estudio –On the relative digestibility of white and brown bread– (Sobre la digestibilidad relativa del pan blanco y el pan moreno) realizado en el Hospital Saint Bartholomew por los doctores T. Lauder Brunton y F W Tunnicliffe en el que se compararon el pan refinado o «blanco» y el integral o «moreno». Pues bien, en sus Conclusiones los médicos señalan entre otras cosas: «En el caso de las personas con intestinos perezosos el pan integral es preferible ya que tiende a mantener periódicamente la acción peristáltica y a asegurar la evacuación normal de los intestinos con todas sus ventajas concomitantes. En los casos en que la proporción de ingredientes minerales -en especial de sales de cal- en otros artículos de comida o bebida sea insuficiente el pan integral es igualmente preferible al blanco. Es además posible que en el caso de los trabajadores que viven principalmente de pan tengan preferencia por el pan blanco en las grandes ciudades pueda ser responsable, al menos en parte, de las caries tempranas de los dientes de las personas que viven de esa dieta«. En pocas palabras: hace ya más de un siglo que se relacionó el consumo de pan blanco con un peor funcionamiento de las funciones digestivas.

En 1911 el Journal of the American Medical Association (JAMA) –Diario de la Asociación Médica Americana– publicó una noticia fechada el 11 de febrero de su corresponsal en Londres en la que podía leerse: «El pan blanco, presentado como un lujo para los ricos, ha sido adoptado por todas las clases sociales solo que para obtener ese aspecto blanco más atractivo se eliminan valiosos contenidos de la cáscara interior y del germen de trigo: proteínas y sales. Cabiendo destacar entre los males atribuidos al consumo de pan blanco la caries dental, tan frecuente y grave hoy que puede ser definida como una catástrofe nacional. Y ante un mal tan grande como el de eliminar de los alimentos más importantes algunos de sus ingredientes más valiosos la profesión médica ha sido muy necia. Cierto que alguna vez han aparecido de forma puntual artículos en revistas médicas explicando los defectos del pan blanco pero no han tenido ningún efecto«.

En 1944 el doctor Melvin E. Page citaría en su libro Young Minds with Old Bodies (Mentes jóvenes en cuerpos viejos) el estudio de dos científicos que realizaron una investigación sobre el contenido de vitamina B del pan integral en comparación con el blanco en el que escribiría. «Su informe, según señala el British Medical Journal, no deja ninguna duda en cuanto a la superioridad de pan moreno sobre el blanco como fuente de vitamina B. Otros nutricionistas han publicado una comparación de las raciones de pan consumidos por los británicos durante cientos de años (…) Así, los miembros mejor alimentados de la población obtienen hoy día dos veces más vitamina B que las personas con bajo nivel de ingresos pero consumen menos que los pobres parroquianos del siglo XVIII«.

Y el lunes 15 de noviembre de 1948 Time publicaría un artículo titulado Medicine: Too-White Bread (Medicina: demasiado pan blanco) que alertaba sobre el uso de determinados aditivos químicos. «Durante 25 años -comenzaba diciendo el artículo- los molineros de Estados Unidos utilizaron en su harina un compuesto llamado tricloruro de nitrógeno porque blanquea la harina de trigo y ahorra meses en el proceso de envejecimiento. Y hoy se utiliza ya en el 80% de la harina blanca. Pues bien, Sir Edward Mellanby -del Medical Research Council de Gran Bretaña- alimentó con una dieta concentrada de pan altamente rica en tricloruro de nitrógeno a varios perros que utilizó en un experimento sobre nutrición publicando sus alarmantes resultados en el British Medical Journal hace dos años y la mayoría murió en 30 minutos«. Sepa el lector que el tricloruro de nitrógeno líquido amarillo aceitoso- explota bruscamente cuando se calienta a más de 60° centígrados y sin embargo se utilizó como aditivo químico ¡en el pan!

Un ejemplo más: en 1979 Roger Williams, bioquímico de la Universidad de Texas (EEUU), realizó un experimento para averiguar las diferencias nutricionales entre el pan blanco y el integral para lo cual dividió a sus ratas de laboratorio en dos grupos alimentando a unas sólo con pan blanco y a las otras con pan integral. ¿El resultado? Dos de cada tres de las alimentadas con pan blanco había muerto a los 90 días estando las demás muy enfermas mientras que las alimentadas con pan integral vivieron largo tiempo.