Un término nefasto de la jerga mediática es alarma social. Se utiliza, con suma ligereza por parte de periodistas y responsables políticos, para expresar una sensación de desproporción entre la gravedad de un hecho delictivo y la respuesta judicial.

  Pocos términos dan lugar a tantos títulos de películas como el de “alarma”. Alarma en el expreso, Alarma catástrofe, Motivo de alarma, Señal de alarma, Estado de alarma o simplemente Alarma son algunos de los muchos que convierten esta palabra en su principal valor. Y es que, nos alarmemos o no de ello, parece que gusta alarmarse.

                En nuestro teatro, aunque vivamos personalmente en estado de alarma permanente, la alarma no tiene tanta trascendencia como se cree. Por supuesto, más allá del estado de alarma, que creíamos que nunca veríamos y al que asistimos en estado de estupefacción durante los tiempos de la pandemia.

            Hubo un tiempo en que uno de los requisitos para decretar la prisión provisional era la alarma social. No hablo de ayer o de anteayer, sino, nada más y nada menos, que del año 2003, antes incluso que este escenario nuestro levantara el telón por vez primera, aunque en algunas tertulias todológicas y pseudojurídicas parece que no se hayan enterado. Casi veinte años desde la nueva redacción del precepto que regula los requisitos de la prisión provisional, ahí es nada.

¿Y por qué me pongo yo a hablar así, sin más, de algo que lleva derogado casi dos décadas? Pues podría decir que porque yo lo valgo, como el eslogan, y no mentiría del todo, pero no se trata de eso. Se trata de que es algo que vuelve a sacarse a colación cada vez que un juez o jueza no mete en prisión a alguien que, según cree quien opina, debería estar entre rejas in secula seculorum.

Pero vayamos por partes. No está de más recordar que, en el año 92, además de celebrar la Olimpiada, la Expo de Sevilla, y, lo que es mucho más importante, mi entrada en Toguilandia como flamante fiscalita, se introdujo un cambio fundamental en el régimen de la prisión provisional. Dicho cambio consistía en que la prisión preventiva solo podía decretarse previa petición del Ministerio Fiscal o de otra parte acusadora en comparecencia al efecto. Eso no ocurría antes, donde Su Señoría era soberana para decidir sobre libertades o prisiones como medidas cautelares, pero, al introducirse este cambio radical, por más ganas que tenga, ha de quedarse sin firmar ese ingreso en prisión si no encuentra acusador público particular que se lo pida. Y conste que alguna vez me he encontrado con un juez que me ha dicho que “lo hubiera metido en prisión si me lo hubieras pedido”. Pero la legalidad es lo que tiene.

En cualquier caso, eso de la alarma social como una de las causas por las que podía decretarse la prisión provisional ya venía viviendo horas bajas desde antes de su derogación, porque ya el Tribunal Constitucional había dictado alguna sentencia en la que se veía que no le gustaba mucho la cosa. El mismo Tribunal Constitucional que no se cansa de recordarnos, cada vez que puede, que la prisión provisional no es una pena anticipada, sino una medida cautelar que tiene un propósito determinado, cual es proteger a la víctima del eventual riesgo contra su persona si el sujeto sigue libre, evitar el peligro de que se destruyan pruebas y/o asegurarse su presencia en juicio o, dicho de otro modo, que no tomará las de Villadiego a las primeras de cambio y no lo encontrará ni el Paco Lobatón de los mejores tiempos de Quién sabe dónde, ese programa que se dedicaba a buscar gente desparecida. Un programa que, por cierto, nos proporcionó momentos inolvidables, como el de aquella señora que decía a su hermano desaparecido hacía años: “Paco, estés vivo o muerto, ponte en contacto con el programa”. Habría que ver la cara de la señora, y del presentador del programa, si el tal Paco se ponía en contacto con el programa desde el más allá. Pero eso, claro, pertenecería a otra rama del Derecho, la del Derecho de ultratumba, que aún no ha sido convenientemente desarrollado, pero nunca se sabe.

Pero, volviendo a la alarma social, hay que insistir en que jurídicamente es poco menos que nada, al menos en Derecho Penal. El Derecho Penal se ocupa de hechos constitutivos de delito, y poco debe importarle que ese hecho cause un revuelo sideral o que los medios le dediquen ríos y ríos de tinta. Un ejemplo típico sería el de las okupaciones, que alguien se ha empeñado en vendernos como un delito frecuentísimo y alarmante, cuando la cosa no es para tanto. De hecho, la inmensa mayoría de inmuebles okupados pertenecen a bancos, fondos buitres o están abandonados. Y otros que se pretenden hacer ver como tales no son más que inquilinos que no pagan, para lo cual hay que instar el procedimiento oportuno. Cosa distinta es que otro tipo de alarmas motiven que se le dedique tanto tiempo. Y no me refiero a la alarma social sino a las alarmas que venden las empresas del sector aprovechando que a río revuelto, ganancia de pescadores.

Otro de los temas donde se vuelve hablar de ello, en una especie de bucle eterno, es en los delitos sexuales. En cuanto se tiene noticia de una violación con tintes escabrosos, se cuestionan las decisiones sobre la situación personal del presunto o presuntos autores, sin pensar en dos cosas esenciales. La primera, que el Derecho Penal no es preventivo sino que castiga conductas concretas, y si no hay suficientes indicios, la presunción de inocencia manda. La segunda, y relacionada con la anterior, que la mayoría de estos delitos están todavía sometidos al régimen de denuncia previa, lo que significa que, sin denuncia de la víctima, no puede haber procedimiento. Esto significa que podemos tener grabaciones o testigos de una violación pero si la víctima no denuncia nuestras manos están atadas. Se puede investigar, pero si la víctima no quiere denunciar no podemos seguir adelante y, obviamente, no podemos meter en prisión a nadie -salvo que hablemos de menores o personas vulnerables en que pude denunciar el Ministerio Fiscal-, por mucha alarma que nos cause. Es lo que hay.

Poe último, unas palabritas acerca de la famosa valoración del riesgo. La valoración del riesgo, que normalmente hace la policía -aunque también pueden hacerla los forenses- es eso, una valoración del riesgo. Y por más riesgo que crean que existe, no se pude decretar la prisión de nadie por algo que podría hacer pero no ha hecho, si no ha cometido un delito cuya pena sea de suficiente importancia para decretar la prisión. La pregunta del millón es siempre la misma: ¿qué he de esperar, a que me mate? Pues, evidentemente, no, pero hay que dejar claro que en el Juzgado no ponemos medidas preventivas sino medidas cautelares relacionadas con el delito cometido, no con el que pueda cometerse. Para ello hay que acudir a otras instancias, como una vigilancia policial. Algo que hay que recordar cuando en la tele critican a una jueza o juez, o al Ministerio Fiscal, por no haber encerrado a alguien a quien “se venía venir”. Si la víctima no declara o ni siquiera denuncia y no hay más pruebas, por más que nuestro convencimiento personal sea otro, una decisión así no solo no es posible, sino que sería prevaricadora. Tal cual. Aunque nos alarme.

Y hasta aquí, estas notas sobre esa alarma que ya no tiene efectos jurídicos. Mi aplauso va hoy, en clave de solidaridad, para quienes, en uno u otro momento, han tenido que soportar este tipo de críticas injustas. Bastante tienen -o tenemos- con bregar con nuestra propia impotencia.

https://conmitogaymistacones.com/2022/11/11/alarma-social-la-alarma-que-no-alarma/

23/02/2023