La nueva pobreza italiana: señoras de clase media pidiendo comida a los okupas

El covid ha puesto en la calle, o frente al hambre, a gente que era clase media y nunca imaginó que podría llegar a algo así. Centenares de romanos tienen que pedir alimentos y ayudas

Colas del hambre en Roma. La asociación de okupas en Forte Prenestino entrega alimentos a los vecinos. (Javier Brandoli)

Por Javier Brandoli. Roma

Actualizado: 08/10/2020 – 00:33

Hay una pobreza casi transparente que tiene casa, incluso coche, y ropa de marca que va zurciendo. Tiene todo eso y, también, tiene hambre. Porque a algunos la pobreza les cayó sin tiempo de ‘desdecorarse’. De improviso, con el empujón de la pandemia, se encontraron un día con sus zapatos de cuero frente al televisor reconociéndose pobres. Y entonces tocó decidir. Primero recortaron los extras, luego algunas cosas básicas pero no esenciales, después el pago de los recibos, uno sí y dos no, para evitar quedarse sin agua, sin luz o sin vivienda, y un día, como si los hubieran parido de nuevo en otra vida, se recortaron su orgullo y se vieron haciendo cola en un centro okupa para recibir comida gratis con la que alicatar el estómago.

Son las 17:15 del jueves 1 de octubre. Una señora de unos 60 años, maquillada, bien vestida, con abrigo y botas negras, y un pequeño perro sujeto de una correa, cruza el portón de Forte Prenestino (FP). Pregunta cómo funciona todo, “es la primera vez que vengo”, señala. Recorre un suelo empedrado bajo una cúpula llena de grafitis y carteles. Se acerca a la mesa donde dos voluntarias, y también beneficiarias del programa de entrega de alimentos, esperan con las bolsas. La mujer de mediana edad está nerviosa. Con un gesto sutil pide no salir en la foto. Hace todo muy deprisa. Indica que tiene el coche aparcado en la puerta y con la premura de marcharse simulando que no ha venido olvida la bolsita con frutas y verduras.

Hay instantes que sirven para explicar un texto. Este explica bien una realidad que se extiende por la Ciudad Eterna: una señora de clase media acude a que unos okupas le regalen comida. “Me dijo que ella ya había pasado a por comida a un centro de Cáritas y que si había gente con más necesidad, dejaba su bolsa a otros”, dice Gina, una de las coordinadoras del FP. ¿Era la primera vez que venía? “Sí. Se ha ido tan rápido que no le he podido pedir el teléfono. Tenemos un grupo de WhatsApp con la gente del barrio que ayudamos”. Son los okupas, los mismos que eran mirados por muchos vecinos con recelo por ocupar este cuartel militar en mayo de 1986, los que han armado un programa de recogida y entrega de alimentos en el periférico barrio de Centocelle, Roma.

Los ‘sin techo’ con techo

En Roma hay una pobreza vieja y decadente que se ha ido fermentando durante años tras sus lustrosos mármoles, y un hambre, nueva y preocupante, que se contagia veloz como el virus. “Cuando comenzó la pandemia, nos ofrecimos en el Grupo de Apoyo Mutuo (GAM) a hacer la compra a las personas que por riesgo no podían salir a la calle. A las pocas semanas, los beneficiarios nos indicaban que les compráramos solo en sitios donde había determinadas ofertas y, de pronto, nos dijeron que ya no podían pagar la compra”, cuenta Carlos Jaramillo, romano de 33 años que colabora en el FP.

Los números son ya incapaces de explicar la velocidad con la que sucede todo. “Aumentan un 100% las peticiones de comida a Cáritas” o “Un 50% de las familias romanas, en riesgo de exclusión social” son solo titulares que aparecen estas semanas en los medios, pero la realidad es más sutil y separa una delgada línea entre ser pobre e intentar no parecerlo. El colapso es grave y socialmente imprevisible. No solo han quebrado muchas familias sino que han quebrado también muchas organizaciones que las ayudaban.

Foto: J. B.

“Roma Altruista apoya a los nuevos pobres”. Ese es el lema de una asociación creada en 2011 que trabaja como intermediaria entre los que tienen la generosidad de ofrecer y los que tienen la necesidad de recibir. El covid ha puesto contra las cuerdas todo el proyecto. “Roma Altruista (RA) tiene 22.000 colaboradores que hacen voluntariado con el tiempo y conocimientos de que disponen. Cada uno se ofrece y ayuda en los muchos programas que tenemos asociados. Además, tenemos programas con empresas que aportan fondos o empleados a proyectos concretos con los que se identifican. La gran mayoría de esa actividad se ha parado desde marzo. Nosotros mismos hemos tenido que abandonar nuestra oficina y reducir nuestro personal contratado”, explica Melina Monteforte, miembro del consejo directivo de RA. ¿Por qué? “Porque muchas ayudas no se pueden realizar con las nuevas normas de distanciamiento, porque hay voluntarios que tienen miedo a los contagios y porque muchas empresas ya no tienen fondos”, resume.

«Fuimos vendiendo joyas, electrodomésticos, ropa… Mandamos a nuestros hijos a vivir con mi madre y nosotros nos echamos a dormir a la calle»

Un frágil dominó del que el virus tiró la primera ficha y se van cayendo detrás la del anciano que recibía clases de informática, la persona de movilidad reducida que alguien sacaba a un parque o la familia que cenaba un plato caliente que cocinaban otros. Se mantienen los programas de ayuda a vagabundos y se difumina, porque en una emergencia se atienden primero los casos más graves, la de esa enorme clase media y baja romana que se va convirtiendo en ‘sin techo’ con techo.

Eso pasa un día, de pronto, y el impacto es enorme. “Fuimos vendiendo todo. Las pocas joyas, los electrodomésticos, la ropa… Fue muy raro la primera noche que dejamos nuestro piso, mandamos a nuestros tres hijos a vivir con mi madre a 60 kilómetros de Roma y nosotros nos echamos a dormir a la calle”, explicaba una pareja de romanos de 52 y 49 años en un artículo que hicimos en El Confidencial sobre esos más de 14.000 vagabundos que hay en Roma. Ese es el último paso, visible, el de dormir bajo unos cartones, pero el drama se extiende tras un montón de persianas bajadas que camuflan una miseria más ordenada.

“Siento vergüenza de pedir”

“No duermo casi. Estoy cansada, pero no duermo. Vivo con la angustia de aún poder empeorar más. No sabes cuándo acabará esta pesadilla, ni si acabará”, explica Ornella Abbate, de 52 años, con dos hijos y una vida a punto de derrumbarse. Viste bien, va maquillada, es culta, pero trabajaba sin contrato llevando las cuentas de un hotel de la periferia que tras el virus ha echado el cierre definitivo. “Mis hijos y yo vivimos con la ayuda de mis padres. Espero que llegue un trabajo, pero a mi edad lo veo difícil. Siento vergüenza de pedir. Antes yo ayudaba a los demás, salía a cenar, iba a la peluquería… Nunca digas nunca jamás. Nos han quitado la esperanza del mañana”, dice.

Ornella va a por comida a Forte Prenestino junto a su amiga Micaela Piccini, de 43 años, casada, con un hijo, perro y gato. Micaela es junto a su marido —pronto eran— dueña de una peluquería de la que los echan en unas semanas por no poder pagar. Puede perder más cosas de golpe. “Llevo 20 años pagando la hipoteca y ahora nos pueden quitar la casa porque debemos cuatro meses. El banco nos ofrece quedarnos la casa si pagamos la mitad de la hipoteca, pero nadie nos da un crédito porque no tenemos ingresos y mis padres no pueden ayudarme. De pronto, vives como esas personas que antes veías en la televisión que lo pasaban mal”, explica.

Es un panorama global y creciente. Ornella y Micaela se enteraron de este programa del centro okupa en mayo, y en junio decidieron venir a hacer la gratuita compra de la comida que los voluntarios del FP recogen entre donantes. “Mucha gente del barrio está igual”, dice Micaela. “Hay gente que va a varios centros como este a pedir comida porque son muchos en la familia”, explica Carlos. Tal cual, al inicio del reparto del jueves una señora anciana pregunta: “¿Puedo llevarme dos bolsas? Mi hermana hoy no ha podido venir”. Gina le explica que no puede ser, que las normas son que se entrega un paquete de ayuda a cada persona, y la anciana carga la suya, que quizá deba repartir.

Melina Monteforte, de Roma Altruista, ha vivido secuencias similares. “Había una señora en Roma que se pasaba cada día por todos los puestos de reparto de comida gratuitos de la ciudad y se llevaba bolsas y bolsas de comida. No sabíamos bien para qué acumulaba todo ese alimento”. Otros no buscan comida, buscan conversación, que la soledad pega como el hambre. “Ahora, con las nuevas normas, entregamos rápido un sándwich, fruta y pan en una bandeja, pero antes hacíamos sopa, guisos, y la gente mientras les servíamos hablaba con nosotros. Recuerdo a un señor muy educado, arreglado, que venía cada día cerca de la estación de Termini y hablábamos de todo. Creo que no necesitaba la comida, venía para poder charlar”. Programas en Roma de clases informáticas a ancianos se han intentado mantener de forma telemática y han sido un fracaso. Los ancianos no se apuntaban para aprender a usar sus teléfonos móviles, se apuntaban para tener alguien con quien hablar sin sus teléfonos móviles.

Foto: J. B.

“Soy un italiano pobre”

Nadie ha retratado mejor la Roma oscura que Pasolini y Caravaggio. Sus películas y cuadros huelen y supuran. El problema es que el relato es cautivador, bello, y los ciudadanos lo hicieron costumbre. El sarpullido de pobreza que afecta a Roma ha gangrenado en las últimas décadas a las clases medias de la ciudad. Su periférica vida, alejada de los selfis del Coliseo y los rezos del Vaticano, se ha ido pudriendo en barrios con una población cada vez más vieja, unas infraestructuras de ínfimo nivel y unos servicios casi inexistentes. “En Roma, hay una emergencia soterrada. La Administración romana se debería reformar entera. No hay una emergencia, es ya una normalidad a la que se ha sumado el covid”, señala Melina.

El relato de la realidad de muchos barrios de Roma es casi cómico si no fuera por la tragedia que esconde. El covid es una especie de puntilla de imprevisibles consecuencias con unas elecciones municipales en 2021 donde la batidora populista extremista parte con la ventaja de pedir el voto a una tropa de ciudadanos encabronados y arruinados. “Aquí vienen personas de más de 45 años, italianos y extranjeros, que o trabajan en negro y necesitan comida para llegar a fin de mes o se quedaron sin empleo”, señala Carlos. “Nosotras, al tener una casa, partimos con desventaja para pedir las ayudas. No recibimos ninguna de las que ofrece el Gobierno o por exceso de puntos o por haber trabajado sin contrato”, ejemplifican Ornella y Micaela sobre ese drama que es ser solo pobre y no muy pobre para acceder a las diversas pagas estatales.

Mientras, se rearman los barrios, se ajustan las familias en los metros cuadrados de vivienda disponibles y se innova la forma de pedir limosna. Se tira de nacionalismo, de una pena más cercana que golpee quizás a la gente por estar todos bajo amenaza. Ya no mendiga alguien lejano, mendiga un espejo. En el cruce entre Via Aurelia y la Circonvallazione Cornelia, suele pedir dinero en los semáforos un hombre de unos 70 años que sujeta un cartón en el que se lee: “Italiano povero” (italiano pobre).

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