Estos estudios han puesto de manifiesto lo que ya había sido señalado para el fascismo italiano por Renzo de Felice, generando con ello una gran controversia: que las dictaduras del siglo XX no se habían mantenido solo gracias a la represión, aun cuando esta fuera fundamental y decisiva, sino también a que habían logrado el apoyo y el consentimiento, más o menos activo, de un sector importante de la población. Lo que parecía distinguir al franquismo del «fascismo clásico» es que este último había buscado el «consenso activo» de los ciudadanos, y en gran medida lo habría conseguido, mientras que aquel se habría basado en el «consenso pasivo» (en la aceptación del régimen en cuanto que ofrecía orden, paz, trabajo, mejora individual, no por la adhesión entusiasta a sus principios y a sus propuestas). «El régimen hizo poco por ganarse la colaboración activa y entusiasta de la población, o, dicho de otro modo, renunció muy pronto a articular los mecanismos propios de un “consenso activo”. […] Pero eso no quiere decir en absoluto que el régimen renunciase a ganarse la simpatía o la adhesión, por pasiva que fuera, de la mayoría de los ciudadanos y, de modo muy significativo, de los trabajadores. Lo intentó, en efecto, a través de una política de paternalismo social que se vio perfectamente complementada con el propio paternalismo empresarial. […] Economatos, acceso a viviendas baratas, avances de la Seguridad Social o buenas condiciones de jubilación, constituyen los puntos de referencia casi inexcusable al respecto». Pero el franquismo siguió siendo visto como el régimen de «ellos», de los vencedores, porque «no hizo ningún esfuerzo orientado a conseguir que los trabajadores lo reconocieran como un régimen propio… No intentó sustituir, desplazar, la conciencia de clase por una conciencia nacional que integrara, a través del discurso revolucionario alternativo y las ofertas simbólicas, el orgullo de clase en el de la nación. Esa era una batalla a la que renunció y por la que no sintió el mínimo interés. De ahí, en parte al menos, la supervivencia de una nítida conciencia de clase entre los trabajadores. Hibernada y lastrada, si se quiere, pero conciencia al fin».

Para lograr el «consenso pasivo» la represión habría desempeñado un papel decisivo. En las dictaduras fascistas «la represión se concebía como una fase provisional, transitoria, que debía dejar paso a un segundo momento en el que la combinación entre los mecanismos policíacos de control y los de integración la hicieran menos necesaria», mientras que el franquismo nunca concibió la represión como un «expediente transitorio» porque su objetivo, a diferencia de los fascismos, no era crear una «comunidad nacional armónica y entusiasta proyectada hacia el futuro. No se abría por tanto la posibilidad de integrar a los vencidos en un nuevo proyecto comunitario o integrador. Si a los antiguos dirigentes y responsables políticos de la España republicana les esperaba el paredón, la cárcel o el exilio, a los combatientes, militantes de base y simples simpatizantes, se les ofrecía en el peor de los casos la misma suerte y, en el mejor, el arrepentimiento, la resignación y el silencio. […] De este modo… la represión [se convirtió en] un elemento estructural de la dictadura…. La violencia represiva había de ser ejemplarizante y aleccionadora. El terror debía quedar inoculado hasta acarrear efectos paralizantes para el presente y para el futuro. El silencio, el olvido de su propio pasado y el alejamiento, incluso mínimo, de toda preocupación política por parte de las masas de los vencidos, era el objetivo último de esta política represiva estructural». Así pues, «la terrorífica represión franquista… hubo de tener efectos decisivos sobre las actitudes de la población. De modo que, bien sea a título de hipótesis, podría afirmarse que el binomio represión/consenso se decantó hacia el primero de los términos de forma más acusada en España que en Italia o Alemania. Naturalmente, esto no quiere decir, en absoluto, que la dictadura española no se beneficiase de un amplio consenso…».

José Antonio Girón, ministro de Trabajo entre 1941 y 1957, intentó conseguir el «consenso pasivo» de los trabajadores por medio de una política paternalista.

En las conclusiones del estudio de la provincia de Valencia se constataba la diferencia entre vencedores y vencidos en la guerra civil porque mientras que estos últimos tendían «a mostrar una hostilidad más o menos abierta hacia el nuevo régimen» los vencedores tendían a identificarse con él, en lo que desempeñaba un papel esencial la ‘’memoria dividida’’ sobre lo acontecido durante la guerra civil. Los vencidos recordaban «intensamente el terror y la represión franquista, pero tendían a “olvidar” la violencia en zona republicana», mientras que los vencedores la tenían muy presente y apenas aludían a la represión en la «zona nacional». Pero la posición predominante era la de «ambigüedad» frente al régimen franquista. «No suponía necesariamente ninguna aceptación del mismo y podía expresar una actitud de aislamiento y no colaboración con la política oficial. Pero excluía también la idea de la oposición o resistencia activa». Era una «normalidad sin política» producto de «la necesidad de reencontrar una sensación de orden tras la Guerra Civil, el miedo a la represión y la simple lucha por la supervivencia física», que implicaba también «la idea del olvido del enfrentamiento, del “nunca más”, y una voluntad de reconciliación». En el estudio también se constata el predominio de la fidelidad al régimen entre los sectores acomodados y el de la hostilidad «pasiva» entre las clases populares («pasividad» producto de la represión, de la necesidad de sobrevivir y del paternalismo social y empresarial que el régimen desplegó, especialmente durante el largo periodo en que José Antonio Girón estuvo al frente del Ministerio de Trabajo (1941-1957): economatos, acceso a viviendas baratas, avances en la Seguridad Social o buenas condiciones de jubilación). ​ En un informe confidencial de la Jefatura Provincial de Valencia de octubre de 1941 se decía lo siguiente:

Continúa todo igual, más agudizado si cabe, que meses atrás. El ambiente general de la población es abiertamente hostil; se odia sin disimulo alguno a todo lo que signifique o provenga del nuevo Estado.

Según los autores del «estudio de campo» sobre Valencia fue a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta cuando «el régimen consiguió alcanzar un consentimiento mayoritario» (como dijo un obrero del Puerto de Sagunto, fue entonces cuando la gente empezó a «tragar» a Franco). Atrás quedaban los «años del terror, la humillación, el hambre y la miseria». Hacia 1950, «la represión se aminoró, la pobreza sustituyó a la miseria, se estableció una “normalidad sin política” y la oposición atravesó su mayor crisis» tras el fracaso de la guerrilla antifranquista. Sin embargo, la actitud de la las clases populares hacia el régimen siguió marcada por una «radical ambigüedad». «Muchos trabajadores aprecian la “política social” del régimen pero al mismo tiempo lo siguen considerando ajeno y hostil. […] Entre los polos de la adhesión inquebrantable y de la oposición militante, cabría situar, a un lado, una amplia zona de consentimiento y de aceptación pasiva, con diversos grados de identificación, convencimiento y resignación del “mal menor”; y al otro, una zona no menos amplia de disentimiento pasivo, con diversos grados también de resignación al “mal inevitable”, rechazo y propensión a la protesta. Pero no se trataría en ningún caso de zonas o compartimentos estancos».

Resolución de la Junta Técnica del Estado del expediente de José Ramón Fernández Ojea, Inspector de primera enseñanza de Lugo, por el que se acuerda «suspender de empleo y sueldo durante el plazo de tres meses a don José Ramón Fernández Ojea, inhabilitarle para el desempeño de cargos directivos y de confianza e instituciones culturales y de enseñanza, y trasladarle a la plantilla de la inspección de Cáceres donde se incorporará transcurridos los tres meses de suspensión de empleo y sueldo. Burgos, 25 de mayo de 1937»

Alegato final del fiscal en el consejo de guerra contra el cenetista Juan Caba Guijarro (y 19 reos más) en el que sería condenado a muerte. Su pena fue conmutada por la de treinta años de prisión.
No me importa ni tengo que darme por enterado si sois o no inocentes de los cargos que se os hacen. Tampoco haré caso alguno de los descargos que aleguéis, porque yo he de basar mi acusación, como en todos mis anteriores Consejos de Guerra, en los expedientes ya terminados por los jueces e informados por los denunciantes. […] Mi actitud es cruel y despiadada y parece que sea yo el encargado de alimentar los piquetes de ejecución para que no paren su labor de limpieza social. Pero no, aquí participamos todos los que hemos ganado la guerra y deseamos eliminar toda oposición para imponer nuestro orden. Considerando que en todas las acusaciones hay delitos de sangre, he llegado a la conclusión de que debo pedir y pido para los dieciocho primeros penados que figuran en la lista la última pena, y para los dos restantes, garrote vil. Nada más.

Alegato final de la defensa
Después de oídas las graves acusaciones que pesan sobre mis defendidos, sólo pido para ellos clemencia. Nada más.

https://es.wikipedia.org/wiki/Represi%C3%B3n_franquista

20/11/2022