Texto: Jordi Jiménez Aragón. Foto: Kinderash (cc) flickr
Jueves, 27 de noviembre de 2008
A estas alturas no negaré que después de varios capítulos de Intolerancia me he quedado bastante descansado. ¡Qué quieren que les diga! A veces, uno tiene que hacer lo que tiene que hacer, y un poco de limpieza mental nunca está de más.
Intolerancia me ha servido para purgar algunos fantasmas de los que no pienso hablar aquí y ahora, pero también me ha ofrecido nuevos interrogantes, nuevos horizontes, nuevos retos. A lo largo de estos artículos, tal vez llamados demasiado pomposamente “capítulos”, he repasado algunas cosas que me reconcomían el corazón. Seguro que faltan muchas, y que incluso algunas cosas que me fastidian tanto no son tan graves realmente como a mí me lo puedan parecer. Lo siento. Soy humano, como espero que lo sean también ustedes. Y como humano, cometo errores continuamente. De hecho, una serie enormemente estúpida de errores increíbles con consecuencias gravísimas es lo que hace que ustedes lean estas letras, pero como les decía antes, no es ni el momento ni el lugar de tocar tan delicados temas, aunque tal vez… Tal vez no sea tan mal momento ni tan mal lugar para hacer un pequeño ejercicio de mea culpa, y apuntar por una vez el dedo acusador hacia mí mismo, pero en relación con el título de la serie que hoy acaba.
Porque, vamos a ver: ¿no me habré convertido yo en un intolerante de la peor calaña al ir señalando las intolerantes actitudes del mundo en general y de las personas en particular? De hecho ¿quién narices me creo que soy para ir diciendo a la gente lo que es bueno o es malo? Bueno, tal vez pueda servir como pequeña disculpa que en el fondo jamás intenté tal cosa. Quiero decir que no pretendí ser ninguna brújula para nadie, para bien o para mal. Amparado en los buenos deseos y oficios de Álvaro, sólo quise que mi voz (y mi letra) fuera oída (y leída). Lo más probable es que la mayor parte de los que me hayan leído, mis compañeros internos (eufemismo penitenciario para no decir la palabra “preso”, bastante más cruda) y ustedes que están en libertad se hayan formado una idea de mí, y es hasta posible que no sea demasiado buena. No se les puede culpar por ello. Está en la naturaleza humana el desconfiar de las cosas que parecen demasiado fáciles, demasiado obvias, demasiado al alcance de cualquiera que simplemente alargue la mano. Es la maldición de Eva en el paraíso, al coger la manzana del bien y del mal, que nos acompaña lo queramos o no.
Nada que uno haga o deje de hacer es impune, todo tiene su consecuencia, visible o no. Incluso cuando uno escribe, el simple hecho de escribir no es gratis. Todo tiene un precio. Pero, atención, hay que estar dispuesto a pagarlo, porque también es propio de la naturaleza humana, en un estado bastante primitivo, huir cobardemente ante la mínima señal de peligro. Se llama instinto de supervivencia. Pero puede trascenderse, puede intentarse que el primitivo y animal instinto de supervivencia individual abarque un círculo más amplio, y se haga colectivo. Tal vez sólo abarque a la familia de uno, tal vez a la familia y amigos. Los muy altruistas trazarán un círculo enorme, en el que entre mucha gente, y por ese altruismo pondrán por delante el instinto de supervivencia grupal en lugar del individual.
Les invito a la reflexión. Yo mismo no paro de hacerlo, lo que puede sembrar la duda sobre la bondad de mi estado mental, pero no es esa la cuestión. A lo largo de cuatro artículos me he ciscado en todo lo que me he querido ciscar (si me permiten el eufemismo), y llega la hora de pensar si no tendré que ciscarme sobre mí mismo, como medida de humildad, y empezar a pensar que la tolerancia bien entendida empieza por uno mismo, por escuchar de vez en cuando a los demás y pensar en algunas de las cosas que dicen. Tenemos con frecuencia la tendencia a menospreciar algunas cosas que oímos por el simple hecho de venir de otras personas. Las ninguneamos, nos auto-otorgamos poderes de verdad absoluta… Está bien quererse a uno mismo, y tener una dosis apropiada de amor propio, pero el exceso… Seguro que me entienden.
Ayer fui a una charla-fórum. Nos pusieron una película (El gran dictador, de Chaplin), tras la cual se inició un debate, a propuesta del educador. Y recibí una lección. Una soberana lección. Tuve el buen criterio de no abrir la boca, y asistir sólo como espectador, y escuché tonterías (algunas) y muchas cobardías, personas que decían obviedades sin ningún interés para ocultar sus sentimientos. Hubo algunas formas que no me gustaron, aunque ninguna llegó a cotas elevadas de incorrección. Hubo pasión. Tanta que en un determinado momento, un compañero, al que ni por su lenguaje ni por sus formas se le puede atribuir un nivel educativo siquiera en la media, tomó la palabra y con pasión, pero con respeto, vertió sus opiniones.
Yo, que casi nunca permanezco callado, me agradecí a mí mismo haberlo hecho en aquel momento. Fue también entonces cuando recordé un antiguo proverbio chino, no sé si de Confucio o de algún otro, que dice, poco más o menos: «Si quieres aprender, no preguntes. Escucha.»
Y es que aquel hombre, sin pretenderlo en absoluto, me ofreció algunas claves. Nos pasamos la vida buscando respuestas, y a la vista de cómo ha ido mi vida, y la de tantos otros presos, cada una con sus pequeñas y grandes tragedias, pero todas con el denominador común de haber cometido delitos, haber causado grandes y pequeños daños, y haber acabado finalmente en prisión, me asalta la duda de si en lugar de buscar respuestas no deberíamos cambiar de estrategia y comenzar a plantearnos las preguntas correctas. Digo esto porque me temo que mis males particulares, y tal vez (sólo tal vez) los de tantas otras personas provengan de ese error. Nos planteamos las preguntas que no debemos y la búsqueda de las respuestas comienza viciada por ese defecto. No importa qué encontremos al final del camino. No nos servirá.
Todo lo que les escribo me ocurrió ayer por la mañana. Pasó el día. Pasó la tarde y la noche. Dormí. Me he despertado esta mañana, ya saben, ese pequeño milagro cotidiano, y me he visto incapaz de hacer nada útil, sin saber por qué. Me he puesto a escribir, y poco a poco el día ha comenzado a levantarse, aunque estemos ya a mediodía. Y justo entonces, o sea, justo ahora, me pregunto si la tolerancia que busco y predico no comenzará por empezar a tolerarnos a nosotros mismos, como paso previo, como requisito para comprender, entender y tolerar a los demás.
Gracias a todos por estar ahí, al otro lado de la pantalla. Gracias a los que han colgado sus comentarios. Intolerancia se acaba, pero yo seguiré escribiendo con alguna frecuencia. No hay alternativa: si no escribo, me echan de la actividad. Ahora en serio, ha sido un placer inesperado encontrar este ámbito de libertad de expresión. Creo poder asegurar sin miedo a equivocarme que ha sido lo mejor que he vivido, hablando penitenciariamente, a lo largo de más de siete años de prisión. Gran parte de la culpa la tiene Álvaro, pero todos ustedes son cómplices y, según el Código Penal, merecen igual castigo que el autor: mi agradecimiento. Hasta la próxima.
http://peatonet.blogspot.com/2008/11/intolerancia-captulo-v-y-final.html
16/08/2021