Texto: Jordi Jiménez Aragón. Foto: adapar cc flirck

Miércoles, 15 de octubre de 2008

Espero no parecer demasiado pretencioso, pero tal vez alguno de ustedes habrá leído mis anteriores artículos, los “capítulos” I y II de una serie de ellos (no sé en qué número se acabará, así que mejor no me pregunten), con el denominador común de su título: “Intolerancia”. Bueno, si usted, amable lector o lectora, no lo ha hecho, puede optar por leerlos antes o después de éste, o no hacerlo. Nada es mejor ni peor, pero si alguien me preguntara qué opino yo sobre el asunto, creo que es mejor leerlos, siempre y cuando el lector o lectora tenga interés en conocer una opinión ajena-la mía- sobre diversos aspectos del ser humano que tarde o temprano inciden en la tolerancia que nos tenemos, o lo que es peor, en su falta.

El artículo anterior quería hacer una reflexión personal sobre algunos aspectos de la venganza, sobre todo en relación con su uso, por así decirlo, “fraudulento”, en el sentido de pretender alcanzar la venganza a través de la justicia, cuando en principio deberían ir siempre por caminos separados. Las víctimas de los delitos que cometemos los delincuentes desean frecuentemente vengarse de nosotros, con expresiones que nos suenan tan familiares (y por desgracia frecuentes) como “que se pudra en la cárcel”, “que cumpla íntegramente su condena” o “que nunca más vuelva a pisar la calle”.

Pretender estas cosas, entendiendo toda la carga de dolor y rabia que puede haber en tales expresiones por parte de quien las profiere, es pretender que no se apliquen las leyes actualmente en vigor, o peor aún, que se apliquen mal. Porque, créanme, les hablo por propia experiencia, es mucho peor y más dañina una ley mal aplicada que una ley que no se llega a aplicar. Es fácil de entender. Ante una ley no aplicada, se puede exigir su cumplimiento por diversos sectores sociales, empezando por los afectados. Pero ante una ley mal aplicada se puede producir el efecto en gran parte de la sociedad de que la ley “se está aplicando”. Dando por sentado que la gran masa de la población sólo tiene conocimientos jurídicos elementales, y que además cada uno de nosotros tiene sus propia noción de lo que es justo y lo que no, es relativamente fácil que gran parte de la población crea que una ley que se aplica está bien aplicada, y por tanto no reclame su puesta en marcha.

Reconozcámoslo. Nuestra percepción del mundo y de la vida es individualista. Si usted tiene salud y trabajo, y su familia no sufre grandes dramas, sino que su vida pasa por los altibajos normales y corrientes en el devenir humano (penas y alegrías, algunas enfermedades, un poco de buena suerte en algunas cosas y otro poco de mala suerte en otras, pero en general, nada grave ni fuera de lo normal), usted puede darse por bastante satisfecho. Que las leyes se apliquen mejor o peor, mientras no le toque a usted de lleno y su vida sea relativamente cómoda, “se la trae al pairo”. ¿Verdad que sí? Pues eso.

Otra cosa bien distinta es cuando uno se encuentra prácticamente de bruces con un problema serio. Las diferencias de criterio con la Administración (y no le digo nada si son con Hacienda, ahí sí que hay miedo de verdad ¿eh?) son fruto de sinsabores, penas y alguna que otra tragedia familiar. Esa licencia que no se consigue, esa multa de tráfico con retirada de carnet, esa lista de espera de meses para una operación de vida o muerte… Por no hablar de las diferencias entre particulares, disputas entre vecinos por un “quítame-esa-humedad”, o un “yo-no-pago-la-reparación-del-ascensor-porque-vivo-en-un-bajo”, o tantas otras…

Pero cuando uno topa con la justicia exclama lo mismo que Don Quijote le dijo a Sancho Panza: “Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho”. Sustituya iglesia por justicia, y échese a temblar.

La justicia funciona mal. Tanto para las víctimas como para los delincuentes. ¿He dicho que la Justicia funciona mal? Miento. Me he quedado corto. Justicia NO funciona. Tiene narices que el Estado sea capaz de hacer su declaración de renta, o la mía, o la de cualquier otro español, sin que usted le dé ni un solo dato (hasta ese punto nos conocen y nos tienen controlados), pero no sean capaces de ejecutar sentencias firmes de ingreso en prisión o garantizar en un juicio que una víctima no tenga que enfrentarse cara a cara con su agresor. El desinterés (no cabe llamarlo de otro modo) del Estado hacia la Justicia es más que evidente. Allí donde genera ingresos y recauda impuestos, la gestión administrativa estatal es perfecta, repito: p-e-r-f-e-c-t-a. Es más: es modélica. Claro. Como que si no cobran “comme il faut” ya me explicará usted cómo van a poder cobrar esos sueldazos. Pero Justicia no genera ingresos, más bien al contrario.

Aunque eso no es lo peor, qué va, ni mucho menos…

El desinterés hacia la justicia tiene una base psicológica y, si me apuran, hasta sociológica. ¿No es cierto que la sociedad quiere que los delincuentes “se pudran en prisión”, etc., etc., etc.? ¿Para qué va a gastarse el Estado en los delincuentes y en los presos ni un céntimo más de lo estrictamente necesario? Hace unas semanas, tal vez unos pocos meses, en la sección de Cartas al Director de un conocido periódico un lector comentaba, indignadísimo, lo mal que le parecía que los presos que “vivieran” en la nueva cárcel que se está construyendo en Figueres fueran a estar en condiciones que el lector consideraba prácticamente de lujo. Aquel desinformado lector hizo un sencillo, pero erróneo, cálculo: leyó que la prisión tendría una extensión de 400.000 metros cuadrados, y que vivirían allí alrededor de 800 presos. Pues bien, 500 metros cuadrados para cada preso, argumentaba el despistadísimo lector. Sólo le faltó añadir un sonoro: ¡Viva la virgen! Nadie le informó a ese indignado lector que en los 400.000 metros cuadrados estaban incluidos los aparcamientos (que los presos no pueden usar por “vivir permanentemente”, un perímetro de seguridad para vigilancia, los servicios administrativos de la prisión (a los que los presos jamás tienen acceso, y recuerden que se lo dice uno de ellos), las instalaciones destinadas exclusivamente a funcionarios (cafeterías, vestuarios, etc.), los talleres penitenciarios, que acostumbran a ocupar una gran extensión de terreno dentro de una prisión, a los que los internos (no todos, sólo los que tienen suerte) van sólo unas horas al día a trabajar por unos sueldos más propios de un régimen de esclavitud, y que para mantenerse bajos se amparan en los servicios que los presos recibimos de la administración (alimentación, asistencia médica, etc.), y las instalaciones destinadas a las visitas de familiares y abogados, a los que los presos sólo tienen acceso en fechas y horas determinadas y bajo un régimen de vigilancia mucho más estricto que en el módulo o galería en el que se hace la vida diaria.

El espacio que le queda a un preso es ridículo. Es cierto que se dota a las cárceles más modernas de piscina, pero el acceso es limitado y restringido. Hay internos que no pueden apuntarse a piscina (aforo limitado), y acostumbra a ser una hora, a lo sumo dos, a la semana. Es cierto que las cárceles más modernas disponen de jardines, pero nadie informa de que los jardines son exteriores, para suavizar el impacto visual de la cárcel en el territorio que la circunda, y así hacerla más amable para la gente de los alrededores y los visitantes. Nadie dice que los patios son duros, duros, duros, como las plazas que últimamente están de moda. No hay árboles. No hay plantas. Los únicos animales que se pueden ver son palomas, gorriones, ratones y cucarachas. Es normal, las cárceles son grandes y se sitúan en pleno campo, lejos de los núcleos urbanos. Así se dificulta todavía más las visitas a los internos por parte de sus familiares.

Como pueden ver, la vida diaria no es tan cómoda como podía pensarse aquel lector que reclamaba para él y para la población en general los 100 metros cuadrados que imaginaba que disfrutamos todos los presos. Mi celda es bastante amplia en comparación con otras que he tenido. Tendrá algo más de 4 metros de largo por unos 2,5 de ancho. Algo más de 10 metros cuadrados. Somos dos internos por celda, luego tocamos a 5 metros cuadrados por persona. Y en el módulo, somos 252. Todos los servicios comunes (biblioteca, comedor, duchas, etc.) pueden aportar, no sé, unos cuantos metros cuadrados por persona, pero pocos. Pongamos 10. En total, 15. Ya ven. Todo un lujo.

Pero no quería centrarme en esto. Lo peor no son las condiciones físicas. Lo peor de la vida en la cárcel es la sensación de tiempo perdido. Creo que es bastante general entre todos los presos. Entiéndanme. No se trata de hablar de tiempo perdido por no estar en libertad. La mayor parte de presos asume su situación. Han jugado al gran juego y han perdido. La cárcel es el precio que hay que pagar. Pero incluso entre los delincuentes más habituales, entre los más “profesionalizados”, tarde o temprano llega a nacer el sentimiento de que esto no es vida, y que hay que cambiar para acabar de una vez por todas con eso de entrar en prisión. Tarde o temprano, hasta los más reacios acaban por prestar oídos a palabras como “reinserción”, “rehabilitación”, “arrepentimiento” y otras. Todos nos interesamos por las leyes que nos afectan, el código penal, la ley y el reglamento penitenciarios. Todos. Sin excepción. Algunos las entienden mejor que otros, pero todos nos interesamos. ¿Y saben lo que llega a ocurrir? Pues que como el Estado percibe que el interés de la mayor parte de la sociedad hacia la problemática de las prisiones es la que es, o sea: “que se pudran”, pues entonces destina pocos medios a prisiones, y por extensión, a justicia. Con pocos medios, los profesionales penitenciarios, desde funcionarios a psicólogos, pasando por médicos, criminólogos, maestros y educadores, llegan a valorar pobremente su propia función. Si no tienen medios para hacer su trabajo de acuerdo a lo que establecen las leyes, ¿para qué se van a esforzar? Si además, su trabajo no le importa a nadie (cuando tiene consecuencias positivas), y la sociedad únicamente se interesa por ellos cuando meten la pata, cuando un asesino o un violador no vuelven de un permiso y cometen un nuevo crimen, o cuando hay que soltar a un famoso terrorista porque ha cumplido su condena, si la sociedad les valora tan poco y tan mal, ¿para qué esforzarse en hacerlo bien? Me pregunto cuantos funcionarios de prisiones y profesionales de tratamiento reconocen abiertamente en su entorno no-familiar (por ejemplo, entre sus vecinos) que trabajan en una cárcel. Apuesto que pocos.

Llega un momento en el que los profesionales penitenciarios no tienen los medios suficientes para hacer un buen trabajo. Pero lo peor es cuando llega el momento en que el hastío es tan grande que ni siquiera quieren hacerlo. Se preguntan: ¿para qué? Se crea entonces una espiral. El preso se siente abandonado. Nota que, dentro de unos márgenes, es indiferente que haga una cosa u otra. Ve como los permisos se dan tarde y de acuerdo a criterios contrarios a la ley, como son los criterios generalizados, expresamente prohibidos en la ley penitenciaria. Llega un momento en que al preso sólo le importa salir, y cualquier cosa buena que pudiera aprender en prisión para ayudarle a no volver a delinquir pierde toda importancia. Al fin y al cabo, quien tiene que ayudarle (entre otras cosas, porque cobra un sueldo para ello) no lo hace porque cobra su sueldo, pero no cuenta prácticamente con medios que realmente le ayuden a desarrollar su función. Se crea desconfianza. La desconfianza genera mentiras. No se dice la verdad. Se dice aquello que “sirva” para salir. Toda esta espiral desemboca, más temprano que tarde, en un menosprecio hacia los valores que la Constitución deposita en las prisiones y en las penas privativas de libertad. Todo eso no vale, porque ni siquiera el Estado lo hace valer. Se convierten en palabras inútiles, vacías de todo contenido. El menosprecio hacia los valores que representa la Constitución desemboca en desprecio de la ley. Lo importante no es cumplirla o no. Lo importante es que no te cojan. Pero siempre acaban por cogerte, porque el perfil intelectual del prototipo de delincuente no es precisamente el de un superdotado, ni muchísimo menos.

En Criminología hay una afirmación que recuerda a aquella otra, futbolística, de Cruyff. El genio holandés dijo en una ocasión: “Si nosotros tenemos la pelota, ellos no pueden marcar gol”. Parece una perogrullada, pero es más profundo de lo que parece. Desde entonces, el Barça siempre juega a controlar la posesión de la pelota. Pues bien, en Criminología hay un axioma que aunque es totalmente diferente, comparte el mismo espíritu: “El delincuente comete el delito porque piensa que no le van a coger”. No puede ser más exacto. Una cosa es que los delincuentes no seamos Einstein, de acuerdo, pero si supiéramos que van a cogernos, no cometeríamos una gran parte de delitos. Lógico ¿no? El hecho de que sigamos cometiendo delitos es que tenemos la esperanza de no ser cogidos, a pesar de que la experiencia nos demuestra que cometemos tantos errores (el crimen perfecto es un mito), que lo más fácil es que nos detengan más bien pronto.

Pero hay algo más. Se cometen delitos porque no se cree en los valores sociales, ni se respetan. Cuando se dice que las cárceles son “universidades del crimen” no se puede decir nada más cierto, pero cabría preguntarse de quien es la responsabilidad. Un preso con su tiempo ocupado, recibiendo la instrucción que tal vez no pudo recibir en libertad, controlado y vigilado en orden a estimular sus habilidades sociales y su propia toma de conciencia, ante sí mismo y ante la sociedad, es un individuo con menos probabilidades de volver a delinquir que otro preso “abandonado”, “tirado” en el patio, y al que no se le hace ni una sola entrevista para conocerle mejor hasta que no llega el momento en que se pretende que empiece a salir de permiso (pueden pasar años y años, se lo aseguro, sin que nadie pregunte al preso ni la hora), pero sin saber de él apenas nada, ya que no se tienen debidamente en cuenta los aspectos individuales de cada preso, que es a lo que obliga la ley, porque eso requiere unos medios de los que no se tiene disposición, porque el Estado asigna presupuestos pobrísimos a justicia y prisiones, porque la opinión pública, si pudiera, en lugar de gastar dinero lo que haría sería “tirar de la cadena” y que toda la podredumbre social, o sea nosotros, desapareciésemos del mapa.

En cierto modo, se parece a una pescadilla que se muerde la cola. La sociedad se defiende de los que le hacen daño y los mete en la cárcel. Pero cómo no desea realmente justicia, sino venganza (véase “Intolerancia, capítulo II”), no destina a justicia y prisiones suficientes medios materiales para cumplir su función adecuadamente. Ello redunda en una gestión deficiente, tanto de la Administración de Justicia como de la penitenciaria (ahí están los resultados y los últimos escándalos), que se traduce en un trabajo en pésimas condiciones, que en el caso de las prisiones, en lugar de estimular a los delincuentes y presos a mejorar individualmente para no volver a delinquir lo que realmente hace es agrandar el abismo entre el mundo “legal” y el mundo de la delincuencia, eternizándose así el problema. Lo dicho, la pescadilla que se muerde la cola.

Ahora me dirá usted, amable lector o lectora, que usted está de acuerdo en modernizar la justicia y dotar de medios suficientes a las prisiones para que cumplan todos su función, pero antes de afirmar eso a la ligera, pregúntese algunas cosas:

¿Qué hará cuando le anuncien que van a construir una nueva prisión cerca de su casa? ¿lo admitirá sin problemas?

¿Cómo le sentaría una subida de impuestos (aunque tampoco sería tan grande como se imagina, se trataría de ajustes en la declaración de renta que, recuerde, ya no hace usted, sino que se la hace Hacienda), para poder dotar de más medios a los juzgados y tribunales, de manera que los juicios fueran más rápidos, las víctimas no tuvieran que estar hombro con hombro, codo con codo, con sus agresores, se controlaran con exactitud los recursos y las ejecuciones de penas y entradas en prisión?

¿Qué opinaría si con cargo a la misma subida de impuestos, o a otra, se dotara a las prisiones de más medios, sobre todo de más personal, para poder trabajar con los presos de forma individualizada, tal y como obliga la ley actualmente en vigor, y así poder incrementar las ratios de presos reinsertados y rehabilitados socialmente, con especial mención al reconocimiento de las víctimas y a fomentar su reparación e indemnización por parte de los presos responsables?

Tal vez piense que se podría conseguir todo eso sin tener que subir impuestos. Bien. Vote usted a aquel partido que se comprometa a una mejor distribución de lo que el Estado cobra, vía Hacienda. Pero claro, hay otras prioridades ¿no es cierto? ¿Qué pasa con las pensiones? ¿Y con el salario mínimo interprofesional? ¿Y la educación? Por no hablar de la sanidad, el coste de las intervenciones militares españolas en el exterior, o las infraestructuras que todas las comunidades autónomas reclaman como prioritarias e irrenunciables. El pastel no es tan grande como para que dé para todos ¿verdad? De manera que hay que establecer prioridades.

Curiosamente, cuando se trata de prioridades, la justicia nunca lo es, ni la gestión penitenciaria. Pero como un juez o una secretaria judicial se equivoquen, se reclama cadena perpetua para determinados delitos y la expulsión del juez de la carrera judicial. Si un terrorista cumple íntegramente su condena, la sociedad reclama que no se le deje en libertad. ¿Acaso se pretende mantenerle en prisión sin delito cometido? ¿O mejor nos inventamos un delito inexistente o no cometido, con tal de mantenerle encarcelado? Y si un asesino se fuga y vuelve a matar, ponemos el grito en el cielo, por supuesto, y buscamos un responsable que pague con su cabeza, el psicólogo de la prisión o el juez de vigilancia penitenciaria que le aprobó el permiso. La cuestión es que alguien pague los platos rotos, pero que no sea la sociedad en su conjunto, sino que se pueda personalizar en alguien. Siempre es más cómodo poder identificar al responsable de una desgracia, no sea que al final nos señale a nosotros mismos ¿verdad?

¿De qué estamos hablando? ¿De hipocresía? ¿De no saber lo que queremos? ¿De pretender escurrir el bulto ante la realidad y que sean otros los culpables de nuestros propios pecados? Una visión más humanitaria y sobre todo más global de nuestra sociedad nos mostraría más claramente el camino a seguir. Además, hay que ser consecuente. Yo veo el incremento de presupuesto en justicia y prisiones como una especie de seguro. Verán. Usted paga un seguro por circular con su automóvil, o para protegerse de daños en su casa (robo, incendio, etc.). El seguro incrementa el coste, pero todo el mundo lo ve bien. El incremento del coste queda compensado por el incremento de seguridad frente a imprevistos.

Pero en materia de delincuencia y criminalidad queremos incremento de seguridad y de resultados sin incrementos de coste. ¿Acaso nos hemos vuelto todos estúpidos?

¿O se trata, simple y llanamente, de intolerancia?

Fin del capítulo III.

http://peatonet.blogspot.com/2008/10/intolerancia-captulo-iii.html

 

15/08/2021