La inhumana violencia sexual contra las mujeres tras la Segunda Guerra Mundial
El horror no terminó al concluir la guerra. Los vencedores emplearon la violencia sexual contra las mujeres como arma de guerra y venganza. Especialmente atroces fueron las violaciones masivas cometidas por los soldados del Ejército Rojo sobre las mujeres alemanas en Berlín y en la Prusia Oriental
En todas las guerras, las mujeres han sufrido la venganza y violencia del enemigo. En la imagen, un soldado ruso pelea con una mujer alemana por una bicicleta que quería comprarle. Foto: Getty.
Publicado por Norberto Ruiz Lima. Coronel del Ejército de Tierra, escritor y filólogo
Verificado por Juan Castroviejo. Doctor en Humanidades
Creado: 13.05.2024
Desde la Antigüedad más clásica o bárbara, los raptos, el sufrimiento de las mujeres y sus hijos, las violaciones sistemáticas, la esclavitud en todas sus formas, el reparto del botín vivo y la impunidad vienen repitiéndose con carnívora fiereza en todos los conflictos que han arrasado hasta el día de hoy cualquier parte del mundo; y puede afirmarse, vistas las pruebas, que, en menor o mayor medida, ningún ejército vencedor se ha privado de ejercer esa violencia sexual sobre las mujeres.
Es el mismísimo Homero, el aedo que asienta la sociedad grecorromana y, por ende, occidental, quien pone las bases de los usos de la guerra respecto a la mujer con hexámetros eternos. Claras quedarán fijadas sobre versos las palabras de Héctor a su mujer Andrómaca antes de bajar a la puerta Escea a combatir con el mismísimo Aquiles: «Pero la futura desgracia de los troyanos, de la misma Hécuba, del rey Príamo y de muchos de mis valientes hermanos que caerán en el polvo a manos de los enemigos, no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se te lleve llorosa, privándote de libertad, y luego tejas tela en Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la fuente Meseide o Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad pesará sobre ti.
Despedida de Héctor y Andrómaca del pintor de estilo neoclásico Julien de Parme, Museo Nacional del Prado. Foto: Museo Nacional del Prado.
Y quizás alguien exclame, al verte derramar lágrimas: “Esta fue la esposa de Héctor, el más bravo de los guerreros troyanos, domadores de caballos, que pelearon bajo las murallas de Troya”. Así dirán, y sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto».
Secuestradas, raptadas, condenadas a la esclavitud tanto sexual como material, pues son consideradas botín de guerra o, simplemente, un derecho del vencedor sobre el vencido.
Es mucho el daño que han venido sufriendo las mujeres en las distintas épocas y sociedades con todo tipo de abusos, no solo expresados en la violación. Pero posiblemente, entre todos, el tipo de violencia más devastador sea la violación sistemática de mujeres; un crimen que hasta hace muy poco tiempo no era interpretado como una violación grave en el Derecho Internacional Humanitario hasta la pasada década de los 90 del siglo XX y tras los genocidios de Ruanda y la guerra de Bosnia. Hasta ayer mismo, podría decirse.
Violaciones como venganza
Habría que retrotraerse a la Segunda Guerra Mundial para identificar plenamente esas violaciones masivas como arma de guerra y que fueron documentadas por todas las partes en juego. De hecho, en Moscú, Stalin estaba al corriente de cuanto estaba sucediendo en la conquista de Prusia Oriental y Berlín; había recibido un informe donde se declaraba que todas las mujeres atrapadas en Prusia Oriental estaban siendo violadas sistemáticamente por el Ejército Rojo, con un aumento significativo de intentos de suicidio de todas ellas que eran ultrajadas hasta el hartazgo por turnos de diez o doce soldados soviéticos a la vez.
La venganza por los crímenes cometidos por los nazis en Rusia sirvió de justificación, pero en absoluto podía explicar el ensañamiento con el que dieron a satisfacer sus apetitos sexuales más básicos toda vez que cuando estaban borrachos la nacionalidad de esas pobres mujeres, que como presas caían en sus manos, no tenía ninguna importancia; ya podían gritar que eran polacas o judías o incluso rusas recién liberadas de un campo de concentración, que nada las salvaba. Incluso, las mujeres y las chicas jóvenes judías retenidas aún en el campo de internamiento provisional de la Schulstrasse en Wedding fueron violadas cuando desaparecieron los guardianes de la SS.
Tampoco las prisioneras judías de los campos se libraron de las violaciones de los soldados rusos acabada la guerra. En la imagen, mujeres judías del campo de Bergen-Belsen en 1941. Foto: Getty.
Aunque dentro del Ejército ruso había voces que condenaban estos hechos, incluso el mariscal Rokossovsky publicó la Orden nº 6 con el fin de apaciguar «los sentimientos de odio hacia la lucha contra el enemigo en el campo de batalla», enumerando los castigos que se aplicarían por saqueo, violencia o robo; sin embargo, nada podía evitar tan brutales atropellos porque la disciplina en los batallones era inexistente en estos asuntos; y hasta el general Okorokov, jefe del Departamento del 2º frente bielorruso, se opuso durante una reunión celebrada el 6 de febrero a lo que consideraba «una negación del derecho a vengarse del enemigo». De ahí el absoluto fracaso por poder frenar esa barbarie. El alto mando, comenzando por Stalin, no tenía ningún interés en pararlo. De hecho, pensaban, ninguna nación ha sufrido tanto como la rusa para frenar el nazismo, y era su derecho.
Muchas jóvenes, en un intento de escapar de toda violencia, se ensuciaban el rostro y trataban de deformárselo mientras andaban por la carretera vestidas de harapos, ocultando todo el cuerpo de la cabeza a los pies, y cojeando; o se llenaban la piel y el rostro de puntos rojos simulando el tifus. Este tipo de situaciones tampoco era nuevo, siempre se dio en las sociedades acostumbradas a las estacionales razias de vecinos más guerreros, como las jóvenes mursi de Etiopía, sufridoras de los traficantes de esclavos, que para evitar ser raptadas, vendidas y violadas se deformaban el labio inferior, y con ello todo el rostro, colocando un enorme óbolo sobre él. Dicen que ahora en su tribu esa deformación es prueba de belleza y de valor turístico, aunque no debe desdeñarse la posibilidad de que esta práctica pudiera seguir siendo útil en caso de violencia generalizada sobre la tribu, pues los tiempos modernos no han cambiado tanto.
Evitar el peligro
Los alemanes, que la sufrían, no podían entender la falta de disciplina del Ejército Rojo, y cómo incluso los oficiales abonaban ese horror, salvo muy puntuales casos ejemplares que llegaron a castigar estas acciones. La mayoría de las veces los intentos de castigo se saldaban con un amotinamiento que ponía en grave riesgo la vida de estos mandos que pretendían hacer entender de un modo correcto el problema de la venganza, la lascivia, o esa violencia engendrada por la impunidad con que podían cometerse tan salvajes hechos.
Pronto, las mujeres alemanas aprendían a esconderse, a evitar las horas en las que se producían las cacerías y a limitarse a oír los lastimeros quejidos de aquellas que esa noche no habían tenido tanta suerte y no habían podido esquivar a los lobos; el mejor modo de parar a los lobos, en palabras de esa mujer anónima de Berlín era buscarse un lobo mayor que la defendiese de esos ataques. Un comandante era efectivo, pero no todas tenían tanta suerte. Cada una de ellas, sabiendo que sin remedio iba a ser violada y ultrajada —se puede imaginar el sufrimiento incesante que vivían sin descanso—, se buscaba sus propios sistemas de defensa.
Por fortuna, no todo cuanto ocurrió quedó recogido en fríos informes de uno u otro lado, también se puede viajar por la oscura capital alemana de la mano del testimonio de esa anónima Mujer en Berlín, que recogió en sus anotaciones de diario escritas entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945 estos hechos con un nivel de detalle verdaderamente escalofriante. Son casi trescientas páginas de dolor, no solo de ella, sino de todos cuantos vivieron allí esos oscuros tiempos, hombres y niños incluidos. Pues nadie fue privado del espeluznante espectáculo que se ofrecía por doquier y, a veces, por ese instinto de supervivencia, como las manadas de rumiantes que permanecen sin moverse ante la caza de un compañero que antes pastaba tranquilamente junto a ellos, procuraban en silencio o delatándolos que esa rapiña, esa violación pasase de largo o rozase lo menos posible a sus seres queridos, mientras distraía sus apetitos con las vecinas.
En el Berlín del final de la guerra, las mujeres debían buscar comida donde fuera. En la imagen de arriba, algunas de ellas rebuscando en un vertedero de basura. Foto: Album.
El Diario del horror
Esa mujer anónima anota el viernes 27 de abril como día de la catástrofe, porque ese día fue violada por primera vez, aunque todavía no era consciente de cuanto se le venía encima: «Uno tira de mis muñecas haciéndome avanzar por el pasillo. Ahora, tira de mí el otro poniéndome la mano en la garganta de tal manera que ya no puedo gritar por temor a acabar estrangulada. Ahora, tiran los dos de mí. Ya estoy tendida en el suelo. Con la mano izquierda, tanteo hasta dar por fin con el manojo de llaves. Lo agarro firmemente y lo mantengo apretado entre mis dedos. Con la mano derecha, intento defenderme. No hay defensa posible. Ha desgarrado el liguero sin dificultad. Al intentar levantarme aturdida, se arroja el otro sobre mí, me obliga con puños y rodillas a tenderme en el suelo. Entonces, oigo voces rusas ruidosas. Claridad. Han abierto la puerta. De fuera entran dos, tres rusos. La tercera figura es una mujer de uniforme. Y se ríen. Me dejan ahí tirada. Me arrastro hasta la escalera. Avanzo apoyándome en la pared en dirección al refugio. Habían echado el cerrojo por dentro. “¡Abrid, estoy sola!”.
Por fin se abren las dos palancas de hierro. Dentro, toda la gente se me queda mirando fijamente. Las medias me cuelgan por encima de los zapatos, estoy completamente desgreñada. Sostengo en la mano los jirones del liguero.
Les grito: “¡Asquerosos! ¡Me violan dos veces y cerráis la puerta y me dejéis tirada como a una mierda! Y doy media vuelta y quiero irme de allí”». Página 80-81 del diario que recoge las terribles vicisitudes de Una mujer en Berlín, de autoría anónima (Editorial Anagrama, febrero de 2007).
Una experiencia colectiva
Con este pequeño texto, donde la protagonista narra su primera violación, puede ser resumida la esencia de cuanto ocurrió tras la conquista rusa de Alemania y cómo fueron los hechos. Normalmente, eran violaciones múltiples; a veces, eran más de una docena de soldados los violadores ante quienes las mujeres no tenían otra opción que ceder o morir. La muerte era también el castigo para quien intentara defenderlas. También, refleja cómo las soldados rusas presenciando los ultrajes no solo los aceptaban, sino que los animaban. Y, para colmo, sus propios paisanos, muertos de miedo, no ayudaban lo más mínimo a quienes sufrían los ultrajes; al contrario, intentaban que ese amargo cáliz pasara lo más rápido y lejos posible de las mujeres de su casa.
Las mujeres alemanas vivieron la experiencia de las brutales violaciones de muchas maneras. La mayoría de las más jóvenes no consiguieron superar la debacle psicológica que les vino encima. Las madres, cuya principal preocupación eran sus hijas, superaban con mayor facilidad el escarnio llevando su mente al cuidado de sus niñas. Otras trataban de olvidar la experiencia y muchas de ellas no consiguieron quitarse de la cabeza la idea del suicidio. Según nuestra escritora anónima, en Berlín, si la violación se había convertido en una experiencia colectiva, debía ser superada de un modo colectivo. Una tarea que muchos hombres no asumieron y solo empeoraron el dolor de sus mujeres. Nuestra mujer en Berlín, autora de un indispensable diario, recuerda cuando su antigua pareja aparece por Berlín de modo inesperado y viendo cómo «cedían» las berlinesas a los ataques y ultrajes rusos, le espeta un: «¡Os habéis convertido todas en putas desvergonzadas! Todas. No puedo soportar esas historias», para luego marcharse a los dos días y no volver jamás.
Una madre alemana se derrumba y rompe a llorar abrazada a su hijo ante el caos, la pobreza y la desesperación del Berlín de 1945. Foto: Getty.
Casi sin discusión, los soldados soviéticos trataban a las mujeres alemanas como botín sexual y no como un motivo de su venganza. La verdad es que había pocas salidas ante tan funesta situación; pues, además de todas las dificultades y el dolor que sufrían, también jugaba sus cartas el hambre. Como escribiría Bertolt Brecht: «Primero, va el comer; después, ya llegará la moral».
Y con eso jugaban no solo los soviéticos, sino los soldados de los ejércitos occidentales que también satisficieron a su manera sus instintos sexuales, como venganza, como reparación por lo que habían pasado en la guerra o simplemente por lascivia, pagando los favores con alimento. En Berlín, la tasa de cambio del mercado negro se basaba en la Zigarettenwährung (moneda cigarrillo), de modo que cuando llegaron los estadounidenses, que disponían de un número infinito de cigarros, no tuvieron necesidad alguna de forzar a casi nadie. Pero, hablan de casi doscientas mil mujeres forzadas por los ejércitos aliados, con o sin tabaco y chocolate. En total, se cree que fueron violadas unas dos millones de alemanas, mujeres y niñas, sin distinción. Prusia Oriental conoció la peor violencia, como confirman los informes del NKVD enviados a Beria.
Las estaciones de solaz
Durante la Segunda Guerra Mundial se produjeron cientos de miles de violaciones en todos los lugares donde soplaba el viento de las victorias y las derrotas, pero posiblemente nada pueda ser comparado con las violaciones del ejército ruso en Prusia Oriental y en las llamadas «estaciones de solaz japonesas», donde miles de mujeres, la mayoría casi niñas, fueron obligadas a servir durante años como esclavas sexuales del Ejército imperial japonés.
Los soldados japoneses obligaron a prostituirse a unas 200 000 mujeres asiáticas en las llamadas «estaciones de solaz». Foto: ASC.
Se calcula que durante la masacre de Nanking, unas cincuenta mil mujeres fueron violadas por los soldados japoneses. Estos centros de solaz se establecieron en China, Taiwán, Borneo, Filipinas, medio Pacífico, Singapur, Malasia, Birmania e Indonesia. Se estima que aproximadamente unas doscientas mil mujeres fueron sometidas a una prostitución forzosa, cuyo denominador común era el infinito dolor tanto físico como espiritual, sufriendo brutales castigos. Se cree que más de la mitad de estas mujeres de las estaciones de solaz fueron asesinadas. Por cierto, del Gobierno de Japón hasta la fecha no hay noticias al respecto.
Pocas cosas han cambiado desde entonces: el hambre, la sed, y cualquier pasión, ya se llame venganza o lascivia, hace bien su demoledor trabajo en los lugares impunes a la justicia. Puede comprobarse que pocas cosas han cambiado si se estudia con labor de forense cuanto está ocurriendo en las guerras que nos rodean y no solo las que tienen lugar en lejanas montañas y apartados valles, sino en la misma Europa.
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6/12/2024