1/12/2022 | Revista Nº 114

La crisis energética y climática nos sitúa ante una nueva era en la que se acaba la energía barata. Pero la transición energética no es posible si no se ponen todos los medios y esfuerzos para reducir nuestra producción y consumo, adaptándolos a los límites de las fuentes energéticas renovables.

Óscar Carpintero, Jaime Nieto. Miembros del Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas (GEEDS) y del Departamento de Economía Aplicada de la Universidad de Valladolid.

En la actualidad nos encontramos en un contexto donde afloran con fuerza los límites físicos y de recursos naturales y las situaciones de extralimitación (overshoot) en relación con la expansión del modelo de producción y consumo hegemónico. Un ejemplo notable es el que tiene que ver con la energía. Parece claro que la crisis energética que padecemos nos sitúa en una complicada encrucijada marcada, tanto por su protagonismo en la aceleración del cambio climático, como por la aparición del cenit del petróleo convencional (peak oil) . Esta circunstancia pone a las sociedades ante el espejo de la escasez energética futura y viene a refrendar el principio del fin de una era económica caracterizada por la energía barata. Como se ve, solo esta transición entraña ya transformaciones socioeconómicas de gran envergadura.

De acuerdo con el sexto informe del IPCC, de seguir con la trayectoria de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) actual, se estima como muy probable un aumento de entre 2,8 y 4,6 ºC para 2100 (en comparación con la era preindustrial). Es improbable que semejantes incrementos puedan ser soportados por la especie humana, pero lo que es seguro es que la gran mayoría de los cultivos y sistemas agrarios de los que depende su alimentación no resistirían tal aumento.

Se comprende, entonces, que los trabajos científicos mejor documentados ya llegaran hace tiempo a la conclusión de que el ritmo de disminución de las emisiones de GEI debía ser del 6 % anual durante cuatro décadas, comenzando en 2013. Así pues, sin necesidad de plantear problemas futuros con el acceso a los combustibles fósiles, el cambio climático nos enfrenta ya con crudeza a la necesidad de una reducción del consumo. El dilema es evidente: si pensamos que la utilización de la mitad de los hidrocarburos disponibles ha conllevado un calentamiento global como el actual, ¿dónde nos llevaría quemar la otra mitad de los combustibles fósiles?

En un estudio muy revelador, recientemente publicado, se pone de manifiesto que, para evitar el aumento de la temperatura por encima del objetivo de 1,5 ºC en 2050, esto implicaría dejar en el subsuelo sin extraer (y por tanto sin quemar y emitir) el 60 % de las reservas de gas y petróleo y el 90 por cien de las reservas de carbón . Este es el gran desafío y todo lo que no sea enfrentar el problema, probablemente seguirá abonando la vertiente ‘ceremonial’ de las negociaciones climáticas internacionales.

No parece, sin embargo, que la mayoría de los discursos económicos, políticos y sociales partan de este reconocimiento tan evidente. Más bien al contrario. En vez de poner de relieve la importancia de la idea de límite, y promover estrategias de autolimitación colectiva y de contracción de emergencia de la escala económica (sobre todo en los países ricos), se buscan medios con los que hacer perdurar, con otros nombres, la fe de que es posible continuar con el crecimiento del modelo de producción y consumo que ha causado el problema.

Pactos verdes y crecimiento verde

En este contexto, desde hace una década, las propuestas para enfrentar los problemas ambientales globales se han enmarcado en los programas de transición ecológica, transición energética y descarbonización de las economías. Bajo este paraguas se ha propuesto la estrategia del crecimiento verde (green growth). Se promete el mantenimiento del crecimiento económico y la expansión de la producción de bienes y servicios (PIB), pero utilizando fuentes energéticas renovables y, gracias al desarrollo tecnológico, reduciendo el uso de recursos naturales y la contaminación. La viabilidad de este modelo, cuya vocación subyace bajo los planes de transición reportados para cumplir el Acuerdo de París, ha sido fuertemente contestada en diversos trabajos académicos recientemente .

No obstante, inspirados en esta narrativa, varios países ricos han sugerido desde 2019 “pactos verdes” como el Green New Deal (Estados Unidos), rebautizado por la administración Biden como “Plan For A Clean Energy Revolution And Environmental Justice” otorgando un papel prominente a tecnologías como la captura y almacenamiento de carbono; el Green Deal de la Unión Europea, que está aprobado e implementándose con la ayuda de los fondos Next Generation, o incluso la propuesta de un Green New Deal global .

Si bien los Acuerdos Verdes son heterogéneos y no existe todavía una narrativa homogénea con la que clasificarlos, algunos de ellos se apoyan en la más conocida estrategia del crecimiento verde. El problema de esta estrategia es que para lograrse exige alcanzar un proceso de desmaterialización absoluta de la producción de bienes y servicios (que aumente la producción y, simultáneamente, disminuya el uso de recursos y la contaminación), lo que, por desgracia, no ha sido el caso debido a la gran dependencia de los recursos naturales por parte del sistema económico. Estamos hablando de un modelo de producción y consumo que ha triplicado, a escala global, la extracción de recursos naturales desde 1970 y que, según algunas estimaciones, espera doblar su uso de energía y materiales para 2060. La evidencia sobre los problemas del crecimiento verde y el incumplimiento de la desmaterialización absoluta cada vez son más abrumadores en la literatura científica. También sabemos que la digitalización de los procesos de producción y consumo y el progreso tecnológico no reducen esta dependencia ni los impactos, sino que suelen exacerbarlos gracias, entre otros, a mecanismos como el “efecto rebote”, tal y como se viene comprobando desde hace más de dos décadas. No hay nada equivocado en pretender sustituir el uso de petróleo, carbón y gas natural por energía eólica o solar. El problema tiene que ver con: 1) la aspiración a mantener el mismo nivel de consumo energético (pero ahora apoyado en fuentes renovables) sin tener en cuenta los límites físicos de esa estrategia; 2) el momento en que se quiere llevar a cabo esa transformación (tercer decenio del siglo XXI) con un horizonte temporal muy estrecho para resolver el deterioro ecológico global; y 3) los costes ambientales a los que se enfrenta la generalización de las tecnologías renovables y la electrificación basada en ellas.

Si la electrificación masiva del transporte privado sin modificar el número de vehículos y desplazamientos resulta problemática, lo que no tiene alternativa eléctrica es el transporte pesado y de mercancías por carretera (camiones) o por barco (que representa el grueso del comercio internacional de mercancías). Por motivos termodinámicos, no es posible colocar baterías en ese tipo de vehículos pues sus dimensiones las harían inviables y, además, como recuerda Vaclav Smil: “Las mejores baterías de litio son de 260 vatio-hora (Wh) por kilogramo. Para un coche puede ser suficiente, pero para el transporte marítimo y por carretera necesitamos 12.600 Wh por kilogramo. Y más aún el queroseno de avión” . Es decir, el transporte pesado de aquellas mercancías que se precisan para el funcionamiento del sistema económico no tiene alternativa eléctrica (ni renovable) con facilidad. Una solución alternativa que se propone en esta faceta es la utilización, como vector energético, del hidrógeno, que tendría la virtud compartida con el petróleo al que pretende sustituir de poder acumularse y transportarse fácilmente. Esta tecnología arroja, sin embargo, numerosas dudas con respecto a su sostenibilidad y rentabilidad energética.

Tecnologías renovables y combustibles fósiles

Por otra parte, la construcción de las propias tecnologías renovables (eólica y solar) es tributaria del consumo de combustibles fósiles. Por ejemplo, como apuntan Megan Siebert y William Rees, los procesos industriales de producción de calor para la fabricación de placas solares, turbinas y baterías implican alcanzar altas temperaturas en la industria (entre 1.480 y 1.980 ºC para los paneles fotovoltaicos y entre 980 y 1.700 ºC para el cemento y acero de molinos eólicos) y estos procesos, en la actualidad, se apoyan masivamente en el uso de combustibles fósiles de alta densidad. Su realización con calor procedente de fuentes renovables se muestra muy problemática dado que la mayoría de las fuentes renovables para la producción de calor en procesos industriales se sitúan en la actualidad en la franja baja (menos de 400 ºC), lo que dificultaría su adopción generalizada. El posible recurso a la electrificación renovable masiva de estos procesos (aparte de la caída en la tasa de retorno energético que supondrían) se enfrentaría también a un problema de sustitución de buena parte de la maquinaria y equipamiento industrial de estos procesos caloríficos (hornos, etc.), alimentados ahora generalmente con carbón y otros combustibles fósiles .

Si tenemos en cuenta esta dependencia y que, además, estamos en un contexto de peak-oil en el que las disponibilidades futuras de combustibles fósiles serán menguantes, la actual civilización se enfrenta a lo que se ha denominado la “trampa de la energía”, esto es: el despliegue de las fuentes e infraestructuras renovables requiere de un uso masivo de combustibles fósiles (mayor cuanto más rápido se quiera plantear el proceso de transición) y, a la vez, eso supondrá, durante los primeros años, mayores emisiones de GEI que agravaran el problema de cambio climático en un escenario donde también el tiempo es escaso y donde, además, con vidas útiles de las instalaciones de 20-30 años, en tres décadas estaríamos abocados a procesos de renovación de una intensidad energética similar (y para los que habría dificultades en encontrar recursos fósiles disponibles).

Por si esto fuera poco, el despliegue masivo de las renovables tiene unas consecuencias notables en términos de extracción y uso de minerales no renovables que es preciso evaluar y tener en cuenta.. Tal y como ha llamado la atención la Agencia Internacional de la Energía, en un escenario en el que se cumplieran los objetivos del Acuerdo de París, la demanda de minerales para las tecnologías renovables incrementaría el consumo mundial de minerales durante dos décadas en un 40 % para el cobre y tierras raras, un 60-70 % para el níquel y el cobalto y casi un 90 % para el litio, dejando apenas espacio para la utilización de estos minerales para otros usos actuales.

La electrificación generalizada del transporte privado generaría una demanda tan alta que llevaría, según estimaciones para diferentes escenarios, al agotamiento de las reservas disponibles de aluminio, cobre, cobalto, litio, manganeso y níquel, no dejando recursos disponibles para otros usos industriales .

Sin embargo, a todos estos obstáculos hay que sumar, tal vez, uno de mayor relevancia. La mayoría de las estrategias de transición energética suelen hacer abstracción del limitado potencial (por razones termodinámicas) que poseen realmente las tecnologías renovables y que impiden sustituir al 100 % los niveles de consumo energético que se realizan con cargo a los combustibles fósiles. Eso es lo que detectaron Carlos de Castro, Margarita Mediavilla, Luis Miguel y Fernando Frechoso en el caso de la energía eólica, al ver que el potencial renovable con energía eólica estaría aproximadamente en 1 teravatio (TW), lo que supondría únicamente el equivalente al 6 % del consumo energético primario total mundial. Y lo mismo en el caso de la energía solar, habida cuenta de que la mayoría de las estimaciones realizadas no suelen tener presentes los limites en la densidad energética fotovoltaica y la competencia que su generalización supone para otros usos de la tierra y de los minerales. En este caso, la estimación de un despliegue sostenible de la energía solar a escala mundial permitiría abastecer solo hasta un 25 % del consumo energético primario actual, lo que supone un porcentaje nada despreciable, pero lejos de los planteamientos 100 % renovables realizados habitualmente.

Todo ello compromete en gran medida el cumplimiento de otros dos criterios exigibles a una fuente energética exitosa en la actual situación: sostenibilidad y viabilidad. Aunque sean renovables, hay dificultad para considerar sostenible su producción a gran escala para satisfacer los actuales niveles de consumo energético a la vista del coste ambiental que generan y porque son tributarias de los combustibles fósiles. Esto hace que su viabilidad como fuentes energéticas para la sociedad sea limitada dado que no son capaces de reproducirse a sí mismas con la misma fuente y, a la vez, dadas sus bajas tasas de retorno energético, tienen problemas para generar un excedente energético amplio con el que alimentar al resto de actividades de la sociedad. Las anteriores consideraciones no tratan de menospreciar las fuentes energéticas renovables ni las ventajas de utilizar este tipo de tecnologías en la producción y consumo de bienes y servicios en comparación con el uso masivo de combustibles fósiles. Nada de eso. Se han conseguido logros importantes que conviene tener en cuenta. De lo que se trata, más bien, es de acotar las esperanzas en su generalización como forma de enfrentar una crisis energética y de emergencia climática en la tercera década del siglo XXI, y de mostrar las limitaciones de su adopción a gran escala para sustituir el consumo energético que nos proporcionan ahora mismo el petróleo, el gas y el carbón. No parece posible (ni deseable) seguir alimentando la ilusión de una transición indolora desde el punto de vista del consumo energético, cuando lo recomendable sería, a la vista de los datos y la evidencia científica, poner todos los medios y esfuerzos para reducir nuestra producción y consumo acomodándolo a las posibilidades reales que nos ofrecen, precisamente, estas fuentes energéticas renovables.

En definitiva, si no se pueden adecuar los medios a los objetivos (crecimiento) hay que rebajar sustancialmente los objetivos para hacerlos coincidir con los medios disponibles. Se necesita, pues, pensar y poner en marcha escenarios de contracción urgente de la actividad económica y social donde quepa la reducción en el uso de recursos naturales, las emisiones y contaminación, y donde se haga frente a la desigualdad social.

https://www.ecologistasenaccion.org/281629/transicion-energetica-y-limites-del-crecimiento-verde/

2/03/2023