De Ana Gómez Rosales en 9 jun 2025

                                                                               «Niño soldado» Fuente: El País

 

Para miles de jóvenes condenados a la marginación más profunda unirse a grupos armados como ISWAP no solo significa empuñar un arma, sino acceder por primera vez a comida diaria, techo y un propósito. En un mundo donde la paz les ha fallado, el conflicto se convierte en un atajo hacia una forma de dignidad.

La guerra no transforma al hombre en héroe ni villano, sino en superviviente. La psicología ha demostrado que en entornos bélicos el cerebro activa mecanismos de disociación emocional, entumecimiento afectivo y automatización de la conducta: no se actúa por elección, sino por reflejo. Como señaló Viktor Frankl, el ser humano es capaz de adaptarse a casi cualquier circunstancia, incluso a las más inhumanas, si encuentra una razón para resistir. En la guerra, esa razón es, muchas veces, la mera posibilidad de seguir respirando.

El hombre deja de proyectarse hacia el futuro y se ancla en el presente más inmediato: comer, no morir, no perder la razón. Así, su mundo interior se reconfigura para aceptar como normal lo insoportable. La guerra no solo mata cuerpos, antes, convierte la mente en un campo de batalla donde sobrevive quien se despoja más rápido de sí mismo y ancla su razón en un espíritu de supervivencia constante.

                                                                  «Estado de Borno, Nigeria» Fuente: Encyclopaedia Britannica

 

Lo paradójico del asunto que nos ocupa es que crecer en zonas como Borno o Zamfara (noreste de Nigeria) no se aleja en absoluto de la realidad descrita. Los niños y adolescentes de la zona no tienen el privilegio de pensar en un futuro, su principal preocupación es encontrar alimento y tratar de no enfermar, de sobrevivir día a día. Algunos de ellos deben, además, hacerse cargo de familiares enfermos, o sufrir las consecuencias por el impago de deudas. Según los datos del Banco Mundial ambas zonas superan el umbral de pobreza del país en un 73%, 7 de cada 10 habitantes viven con menos de 2 euros diarios.

Para ellos la guerra comienza con la situación psicológica de supervivencia a la que están sometidos desde que nacen, pues, pese a no escuchar disparos ni oler pólvora heredan la crudeza del conflicto. El campo de batalla es una condición permanente de existencia… pero,

¿Cómo se llega a esta situación?

En gran medida, por el vacío de un Estado que ha sido históricamente incapaz de gobernar con eficacia. El noreste de Nigeria es una zona de mayoría musulmana, compuesta principalmente por comunidades rurales, históricamente alejada de los centros de poder económico y político del país, que se concentran en el sur cristiano-petrolero.

Tras la independencia del país en 1960, el modelo de desarrollo se enfocó en las zonas costeras ricas en hidrocarburos, como Lagos, Port Harcourt o el Delta del Níger, mientras que el norte interior quedó relegado a una economía agrícola empobrecida, sin inversión estatal significativa.

A esto se suma una fragmentación política marcada por tensiones étnicas y religiosas: el norte ha sido percibido por los gobiernos centrales como una región difícil de controlar, más cercana al islamismo político, y menos leal a la lógica clientelar del poder federal. La corrupción a nivel local ha agravado la situación, ya que los escasos fondos asignados rara vez se traducen en mejoras reales. El resultado es una ausencia casi total de presencia estatal: no hay policía eficaz, ni tribunales, ni escuelas funcionales, mucho menos redes de salud.

            «Soldados del Ejército Nigeriano» Fuente: Euronews

 

Esta ausencia estructural ha incubado un profundo sentimiento de abandono y rabia que hace florecer grupos radicales, es el caso de Boko Haram. La agrupación nació en 2002 en Maiduguri, la capital del estado de Borno, en el corazón del noreste del país. Su fundador, Mohammed Yusuf, un predicador carismático, denunciaba la corrupción del Estado nigeriano y rechazaba frontalmente la educación occidental, a la que consideraba una forma de esclavitud cultural. Su mensaje prendió con rapidez entre los jóvenes descritos, aquellos que vivían sin expectativas, sin empleo, sin escuelas y sin presencia estatal. En muy poco tiempo, el movimiento se convirtió en un espacio de identidad y resistencia para millas de marginados.

En 2009, tras una serie de enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, Mohammed Yusuf fue capturado por la policía y posteriormente ejecutado extrajudicialmente mientras se encontraba bajo custodia en Maiduguri. Su muerte, lejos de debilitar al grupo, provocó una radicalización acelerada. Su sucesor, Abubakar Shekau, convirtió el movimiento religioso en una guerrilla urbana y rural que atacaba comisarías, iglesias, escuelas, bases militares y pueblos enteros. Su actividad se intensificó especialmente en los estados de Borno, Yobe y Adamawa, donde impuso un régimen de terror. El grupo marginal se transformó, así, en un actor armado con control territorial.

En abril de 2014, la guerrilla perpetró uno de los secuestros masivos más impactantes de la historia reciente. Durante la noche del 14 al 15 de abril, militantes del grupo irrumpieron en la Escuela Secundaria Femenina de Chibok, en el estado de Borno, y secuestraron a 276 estudiantes, la mayoría de entre 16 y 18 años. Algunos lograron escapar saltando de los que eran camiones transportados, pero la mayoría fueron llevados al bosque de Sambisa, bastión del grupo islamista, donde fueron víctimas de continuadas violaciones y torturas.

                                                   «Víctimas del secuestro de Boko Haram de las niñas de Chibok» Fuente: Reuters

 

El secuestro provocó un gran rechazo por parte de la comunidad internacional, que lo condenó y dio origen a la campaña global #BringBackOurGirls, que contó con el apoyo de figuras reconocidas en el campo de los derechos humanos, como Michelle Obama y Malala Yousafzai. A pesar de los esfuerzos, una década después, más de 90 de las niñas siguen desaparecidas.

Este caso marcó un punto de inflexión en las actividades del grupo armado, pues evidencia la capacidad de Boko Haram para desafiar al Estado nigeriano y controlar territorios en el noreste del país. Lejos de ser un hecho puntual, el secuestro de escolares abrió una nueva etapa en la lógica operativa del grupo, que entendió el poder simbólico y mediático de atacar la escasa educación de la zona.

En 2015, una escisión interna marcó un nuevo giro. Parte de Boko Haram juró lealtad al Estado Islámico y se reorganizó bajo el nombre de ISWAP (Estado Islámico en África Occidental). Esta nueva facción, más estructurada y menos brutal con la población civil, fue ganando terreno mientras el ala liderada por Shekau quedaba cada vez más aislada. El noreste de Nigeria quedó entonces fragmentado entre el abandono institucional y la administración de facto de los yihadistas, que ofrecían protección, alimentos y sentido de pertenencia a cambio de fidelidad.

Actualmente, ISWAP emplea una estrategia de seducción silenciosa, adaptada al hambre y al abandono de los sufridos en la zona. En las aldeas del noreste, los combatientes llegan con sacos de arroz, medicamentos básicos y dinero en efectivo. Se presentan como alternativa al Estado nigeriano y prometen estabilidad, promueven una forma de “justicia” rápida y, sobre todo, ofrecen algo que los gobiernos nigerianos han negado durante décadas: la presencia.

En este contexto, captar a un joven no requiere ideología, basta con la necesidad que sufre. A muchos se les ofrece una paga mensual —aunque sea mínima—, alimento diario y protección para sus familias. Otros se unen por miedo, tras ver morir a sus vecinos por no colaborar. También están los que son reclutados a la fuerza, pero incluso estos acaban interiorizando la lógica de la supervivencia. En todos los casos, la decisión de entrar en ISWAP no se basa en convicciones religiosas profundas, sino en una ecuación de vida o muerte.

                                                                             «Soldados de Boko Haram» Fuente: ISS África

 

Una vez dentro, los papeles asignados a los jóvenes varían según la edad, el género y las habilidades. Los varones más fuertes son entrenados como combatientes, pero muchos otros actúan como vigías, informantes, mulas o transportistas. Las niñas y mujeres, por su parte, suelen ser utilizadas como cocineras, esclavas domésticas o incluso como moneda de cambio en matrimonios forzados con miembros del grupo. A veces también se las entrena como combatientes o como bombas humanas.

Con el paso del tiempo, muchos de estos niños reclutados crecen sin conocer otra forma de vida. Para ellos, la guerra no es una interrupción del orden social, sino la única forma posible. En algunas comunidades ya conviven generaciones enteras nacidas y criadas bajo el mando de ISWAP, donde la violencia se asume como parte estructural de la existencia.

Cuando la guerra se vuelve rutinaria, deja de percibirse como tragedia y se convierte en costumbre. Para esos jóvenes, crecer entre fusiles no es sinónimo de pérdida, sino de pertenencia. El conflicto les ofrece aquello que tantas veces la paz les ha negado: una identidad, un rol, una estructura. No luchan por una causa sagrada, sino por algo mucho más humano: por sentirse parte de algo. Y en ese algo —por violento, injusto o brutal que sea— muchos encuentran, por fin, un lugar en el mundo.

¿Víctimas o verdugos?

Redactora: Ana Gómez Rosales

Editor: Mateo Etxenike

https://somosprismauc3m.wordpress.com/2025/06/09/los-hombres-que-eligen-la-guerra-crecer-en-el-noreste-de-nigeria/

4/07/2025