El resultado de la represión franquista fue la eliminación física de más de cien mil personas ―unas 130.000 según el último estudio sobre el tema― vinculadas a los partidos y organizaciones republicanas y de izquierdas, bien de forma extrajudicial mediante los paseos y las sacas ―que predominaron durante los primeros meses de la guerra―, o bien mediante consejos de guerra sumarísimos llevados a cabo por los tribunales militares sin ninguna garantía procesal para los acusados. La brutal represión provocó que algunas personas que inicialmente habían apoyado la sublevación renegaran de ella, como le pasó al escritor y rector de la Universidad de Salamanca Miguel de Unamuno, que denunció la violencia de la «guerra incivil» y que dirigiéndose a los «nacionales» les dijo: «Vencer no es convencer…». El principal responsable de la represión fue el ejército, aunque los ejecutores del terror en ocasiones y sobre todo al principio, fueran grupos de falangistas, de requetés, o de voluntarios derechistas. «Sus jefes y oficiales nunca pusieron freno a una represión que siempre controlaron, pese a la apariencia de “descontrol” que rodeó a muchas “sacas” y “paseos”».
Francisco Pérez Carballo, gobernador civil de La Coruña en 1936, fue fusilado junto con los dos oficiales que resistieron con a él la toma del edificio del gobierno civil por los sublevados.
Por otro lado, la Iglesia católica no solo no alzó su voz contra la represión sino que la justificó al considerar que lo que se estaba viviendo en España no era una guerra civil sino una «cruzada por la religión, por la patria y por la civilización». Así lo afirma Julián Casanova: «la complicidad del clero con ese terror militar y fascista fue absoluta y no necesitó del anticlericalismo para manifestarse. Desde Gomá al cura que vivía en Zaragoza, Salamanca o Granada, todos conocían la masacre, oían los disparos, veían cómo se llevaban a la gente, les llegaban familiares de los presos o desaparecidos, desesperados, pidiendo ayuda y clemencia. Y salvo raras excepciones, lo menos dañino que hicieron fue asistir espiritualmente a los reos de muerte. La actitud más frecuente fue el silencio, voluntario o impuesto por los superiores, cuando no la acusación o la delación». Casanova cita la justificación que dio de la violencia de los militares el arzobispo de Zaragoza Rigoberto Doménech Valls el 11 de agosto de 1936: «no se hace en servicio de la anarquía, sino lícitamente en beneficio del orden, la Patria y la Religión».
Según el historiador Enrique Moradiellos «ese inmenso “pacto de sangre” sellado por la represión en retaguardia tuvo el efecto político de garantizar para siempre la lealtad ciega de los vencedores hacia Franco por temor al regreso vengativo de los vencidos. Esa misma sangría también representó una utilísima “inversión” política respecto a los derrotados: los que no habían muerto quedaron mudos de terror y paralizados por el miedo durante mucho tiempo».
Primer franquismo (1939-1959)
Retrato oficial del Generalísimo Franco.
La represión a partir del 1 de abril de 1939, fecha oficial del final de la guerra civil española, fue planificada fríamente recurriendo a diversos instrumentos políticos, judiciales y administrativos. «Fue, de hecho, la continuación de la guerra civil por otros procedimientos», según el historiador Borja de Riquer. Una valoración que comparte Paul Preston: «La guerra contra la República iba a prolongarse por otros medios; no en los frentes de batalla, sino en los tribunales militares, las cárceles, los campos de concentración, los batallones de trabajo, e incluso entre los exiliados». El propio Generalísimo Franco dejó muy claro desde el principio que no habría tregua ―«El espíritu judaico… que sabe tanto de pactos con la revolución antiespañola, no se extirpa en un día, y aletea en el fondo de muchas conciencias», dijo el 19 de mayo de 1939, el día del Desfile de la Victoria― y que tampoco habría amnistía ni reconciliación. Así lo expresó en su mensaje de Fin de Año de 1939:
Es preciso liquidar los odios y pasiones de nuestra pasada guerra, pero no al estilo liberal, con sus monstruosas y suicidas amnistías, que encierran más de estafa que de perdón, sino por la redención de la pena por el trabajo, con el arrepentimiento y con la penitencia; quien otra cosa piense, o peca de inconsciencia o de traición. Son tantos los daños ocasionados a la Patria, tan graves los estragos causados en la familias y en la moral, tantas las víctimas que demandan justicia, que ningún español honrado, ningún ser consciente puede apartarse de estos penosos deberes.
Como durante la guerra civil, la represión franquista no solo pretendía «castigar» a los presuntos culpables sino instaurar un clima de terror que paralizara a los posibles opositores al régimen, así como «erradicar por completo todo lo que los vencedores tenían como causa del desvío de la nación: según dijo el mismo Franco en alguna ocasión, había que enderezar la nación torcida». Así pues, el objetivo fue erradicar «las diferentes tradiciones socialistas y anarquistas, liberales y demócratas, con sus líderes desde luego, pero también con sus domicilios, sus bibliotecas y centros de reunión, sus propiedades, sus obras culturales». Como reconoció el antiguo falangista Dionisio Ridruejo años después la represión fue en su conjunto una «operación perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían sostenido la República». El resultado fue «una sociedad reprimida, recluida en un tiempo de silencio como todavía en los años cincuenta la veía Luis Martín Santos».
En un informe de agosto de 1944 sobre cómo actuar contra la «subversión» (el régimen entendía por tal «el más mínimo signo de oposición o disconformidad»), el principal y más fiel consejero de Franco, el almirante Carrero Blanco, le recomendaba al Caudillo predicar la «guerra santa de la intransigencia antiliberal y anticomunista» y ejercer una «durísima represión anticomunista, aislando a los comunistas peligrosos del resto de los españoles y haciendo que policía y Tribunales funcionen con máxima actividad, diligencia y celo». Un año antes, el católico Jesús Riaño, juez del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, había sostenido que la represión «ha de ser dura, severísima, inexorable», considerando que la masonería y el comunismo buscan «socavar los cimientos de nuestra civilización cristiana con la subversión de sentimientos e ideas en lucha abierta del mal, casi desenmascarado, con todas las fuerzas del bien».
Un ejemplo de la dureza de la represión fue el artículo 2 de la Ley de Seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941:
El que ejecutare actos directamente encaminados a sustituir por otro el Gobierno de la Nación, a cambiar ilegalmente la organización del Estado o a despojar en todo o en parte al Jefe del Estado de sus prerrogativas y facultades, será castigado con la pena de quince a treinta años de reclusión, si fuere promovedor o tuviere algún mando aunque fuere subalterno o estuviere constituido en autoridad, y con la de ocho a doce años de prisión en los demás casos. Cuando para la consecución de estos fines se empleare la lucha armada, la pena será de muerte para los promotores y jefes, así como para quienes cometieren actos de grave violencia, y la de reclusión de doce años y un día a treinta años para los meros participantes.
En los primeros años de la posguerra ―hasta 1944, año en que la represión remitió, aunque entre 1947 y 1950 recuperó la intensidad del periodo 1939-1944― la represión afectó a cientos de miles de vencidos que fueron detenidos y muchos de ellos encarcelados ―en 1940 según las cifras oficiales había 270 000 reclusos en las cárceles, de ellos 23.000 mujeres, y 92.000 internados en campos de concentración―o ejecutados ―unos 50.000―Hay que recordar que el estado de guerra se mantuvo hasta el 7 de abril de 1948, nueve años después del final oficial de la guerra civil.
El principal instrumento de la represión fue el aparato judicial totalmente subordinado al gobierno ―una «justicia de excepción»―especialmente gracias a la proliferación de las jurisdicciones especiales y al predominio de la justicia militar que fue la que aplicó las medidas represivas más duras, con lo que el Ejército se convirtió en «el principal brazo ejecutor de la política represiva». «La destrucción del contrario en la guerra dio paso a la centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por las leyes del nuevo estado», ha señalado Julián Casanova.
Las jurisdicciones especiales
General Andrés Saliquet que presidió el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo.
La primera jurisdicción especial ―«el primer asalto de la violencia vengadora sobre la que se asentó el franquismo»―se creó al final de la guerra civil ―nada más terminar la ofensiva de Cataluña―, con la promulgación el 9 de febrero de 1939 por el Generalísimo Franco de la Ley de Responsabilidades Políticas, una disposición que ha sido calificada de aberración jurídica pues castigaba conductas anteriores a su promulgación (del 1 de octubre de 1934 en adelante) y que en su momento no eran delito, violando así el principio de irretroactividad penal. Su finalidad era perseguir a los que «contribuyeron a crear o agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España» y a los que después del 18 de julio «se opusieran al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave». Para ello la ley creó un Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas, compuesto por dos militares, dos miembros del partido único FET y de las JONS y dos magistrados. A lo largo de su existencia ―la ley estuvo vigente hasta el 10 de noviembre de 1966― investigó a cerca de 400.000 personas, la mitad de las cuales fueron procesadas, en su mayoría entre la constitución del Tribunal y el 1 de octubre de 1941, periodo en el que fueron incoados 229.549 expedientes. Cerca de 200.000 personas fueron sancionadas (multas, incautaciones de propiedades, inhabilitaciones profesionales, destierros, etc.) y se aplicó especialmente contra destacados políticos republicanos exiliados (Juan Negrín, Álvaro de Albornoz, José Giral, Niceto Alcalá Zamora o Claudio Sánchez Albornoz, entre otros muchos) e incluso contra algunos que ya habían fallecido, como el Presidente de la República Manuel Azaña o el expresidente de las Cortes republicanas Julián Besteiro. Fueron sancionados con la incautación de sus propiedades como «reparación moral a la Patria». La Ley de Responsabilidades Políticas continuó la represión económica que ya se había iniciado durante la guerra con la creación en enero de 1937 de las comisiones provinciales de incautación. Llegó a afectar a cerca del 10 % de los españoles, en su mayoría obreros y campesinos, pero también a clases medias republicanas. Significaba la «muerte civil» pues los afectados quedaban sumidos en la más absoluta miseria.
La segunda jurisdicción especial se promulgó un año después, concretamente el 1 de marzo de 1940. Fue la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo que respondía a la obsesión del propio general Franco con la masonería a la que hacía responsable de los que consideraba los males del país desde el siglo XVIII. El Tribunal, con sede provisional en Salamanca pues allí se había reunido toda la documentación incautada a las logias masónicas, se constituyó el 2 de junio de 1940 bajo la presidencia del militar carlista Marcelino Ulibarri Eguilaz ―siendo uno de sus secretarios el capitán de navío Luis Carrero Blanco―. Un año después fue sustituido por el teniente general Andrés Saliquet. El tribunal abrió expediente a unas 80.000 personas ―cuando el número de masones en España no llegaba a los 5000―. Fueron acusadas de «defender ideas contrarias a la religión, la patria y sus instituciones fundamentales» y llegó a afectar a algún miembro del régimen como al delegado nacional Sindicatos Gerardo Salvador Merino, cuando se descubrió su pasado masón. Los primeros condenados fueron destacados políticos republicanos que se encontraban en el exilio, como el presidente del gobierno Juan Negrín o el presidente de las Cortes republicanas Diego Martínez Barrio.
La jurisdicción militar (los consejos de guerra)
La jurisdicción militar fue la que siguió ocupándose de los delitos de rebelión militar, entendidos en un sentido muy amplio pues se aplicaba también, por ejemplo, a las huelgas y a las manifestaciones. Su objetivo era juzgar a los militares y civiles que se habían mantenido fieles a la República a los que en cambio se les acusaba de haberse «rebelado», lo que el propio Ramón Serrano Suñer calificó de «justicia al revés». «Era una cruel paradoja que los militares sublevados el 18 de julio de 1936 acusasen y condenasen a los defensores del gobierno legítimo bajo la acusación de “rebeldía”». El socialista Ricardo Zabalza poco antes de ser fusilado el 24 de febrero de 1940 les escribió esto a sus padres:
“Cuando leáis estas líneas ya no seré más que un recuerdo. Hombres que se dicen cristianos lo han querido así… Vosotros en vuestra sencillez religiosa no os explicaríais cómo un hombre que ningún crimen cometió y sobre el que no existe tampoco acusación de hecho vergonzoso alguno, pueda sufrir la muerte que le espera.”
La jurisdicción militar fue reforzada en la segunda mitad de la década de 1940 para hacer frente al crecimiento de la guerrilla antifranquista. Para ello se promulgó una norma específica: el Decreto Ley para la Represión del Bandidaje y el Terrorismo, de 18 de abril de 1947, que dio cobertura a la «guerra sucia» de la Guardia Civil y el Ejército y cuyo momento álgido es conocido como el «trienio del terror» (1947-1949). No sólo fueron torturados los guerrilleros apresados ―que en muchas ocasiones acabaron siendo fusilados sin juicio o aplicándoles la «ley de fugas»―, sino también sus familias y los presuntos «colaboradores» de las montañas y zonas rurales. El Decreto Ley establecía la pena de muerte para toda una serie de delitos políticos que serían juzgados en consejos de guerra sumarísimos. Unos 60.000 enlaces y «colaboradores» fueron encarcelados y, según las cifras oficiales, 2.173 guerrilleros y 300 miembros de la Guardia Civil y del Ejército murieron en los enfrentamientos.
Con el fin de «reunir pruebas de los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja» el general Franco por medio del ministro de Justicia Esteban Bilbao dio instrucciones al fiscal del Tribunal Supremo mediante un decreto del 26 de abril de 1940 para que iniciase la «Causa General de la Revolución Marxista». Lo que se pretendía era legitimar el gobierno de Franco y justificar el golpe de julio de 1936 criminalizando a la República y a los que la habían apoyado. En el decreto se decía que su fin era «investigar cuanto concierne al crimen, sus causas y efectos, procedimientos empleados en su ejecución, atribución de responsabilidades, identificación de las víctimas y concreción de los daños causados». Con la información recabada de muy diversas fuentes sin excesiva verificación, fundamentalmente delaciones ―en este sentido la Causa General fue «un sistema de denuncia legal, un instrumento estatal para estimular la delación»―, se elaboró un enorme dossier compuesto de miles de legajos que luego servirían para fundamentar las acusaciones en los consejos de guerra y en los tribunales especiales. Según Julián Casanova, la ‘’Causa General’’ «consiguió varias metas. Aireó y marcó en la memoria de muchos ciudadanos las diferentes manifestaciones del “terror rojo” durante la guerra civil. Compensó a las familias de las víctimas de esa violencia, confirmando la división social entre vencedores y vencidos. Y sobre todo se convirtió en el instrumento de delación y persecución de ciudadanos que nada tenían que ver con los hechos».
Tanto en los juicios de los tribunales especiales como en los consejos de guerra los acusados carecían de las mínimas garantías procesales. En los consejos de guerra los miembros del tribunal, el fiscal y el abogado defensor eran militares y muy a menudo carecían de formación jurídica. Además, los consejos de guerra se celebraban de forma sumarísima y en unos pocos días se instruía la causa, se juzgaba al acusado, se le condenaba y se le ejecutaba ―aunque a veces pasaba lo contrario y el proceso se alargaba durante meses e incluso años―. Era muy frecuente que el acusado solo conociera los cargos que se le imputaban en el momento del juicio y que fuera juzgado junto con otras personas por delitos diferentes. Por otro lado durante el proceso no se solían verificar las denuncias, con lo que estas bastaban para condenar al reo ―de hecho muy pocos acusados fueron absueltos―. Las autoridades franquistas alentaron la presentación de denuncias. Por ejemplo, en el primer día de la ocupación de Valencia al término de la guerra se estableció un centro de recepción de denuncias ante el que se formaron largas colas de gente que respondía al aviso lanzado desde el gobierno militar: «Toda persona que conozca la comisión de un delito llevado a cabo durante la época de dominación roja, se halla obligada a denunciar el hecho… a fin de llevar a cabo en la debida forma el espíritu de justicia que anima a nuestro Caudillo». Como ha señalado Julián Casanova, «la denuncia se convirtió así en el primer eslabón de la justicia de Franco».
Así pues, los antecedentes políticos del acusado y la delación de alguna persona eran suficientes para condenarlo. Como ha señalado Julián Casanova, «los consejos de guerra, por los que pasaron decenas de miles de personas entre 1939 y 1945, eran meras farsas jurídicas, que nada tenían que probar, porque ya estaba demostrado de entrada que los acusados eran rojos y, por lo tanto culpables”. Tampoco durante la detención gozaba el acusado de las garantías procesales: era objeto de torturas, vejaciones y malos tratos por parte de la policía, la Guardia Civil, los militares o las fuerzas parapoliciales de Falange.
Muchos de los juzgados en los consejos de guerra fueron condenados a muerte. Se calcula que se dictaron alrededor de 150.000 condenas a la pena capital, de las que se cumplieron un tercio por lo que el resultado fue que en la posguerra fueron ejecutadas unas 50.000 personas ―entre los más relevantes Lluís Companys, Julián Zugazagoitia y Joan Peiró, entregados a Franco por la Gestapo en 1940― y de ellas más de un centenar eran mujeres. A la cifra de 50.000 habría que sumarle los miles de fallecidos en las prisiones y en los campos de concentración ―¿unos 15.000?― debido a las pésimas condiciones de vida, la falta de cuidados médicos y los malos tratos y las torturas ―son conocidos los casos de Miguel Hernández y de Julián Besteiro―.Desde el punto de vista de su extracción social la mayoría de los muertos fueron campesinos y obreros industriales, todos ellos vinculados a las organizaciones políticas y sindicales de izquierda. Por otro lado eran tantas las noticias que aparecían diariamente en los periódicos sobre detenciones, consejos de guerra y, en menor medida, ejecuciones, que la Delegación Nacional de Prensa ordenó a los directores que no publicaran «noticias sobre actuaciones judiciales para evitar que todos los días aparezcan demasiadas del mismo tipo».
Los campos de concentración
Fachada principal del Hostal de San Marcos de León, habilitado como campo de concentración.
Los soldados capturados fueron internados en campos de concentración. Según las cifras proporcionadas por la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros dos semanas antes de finalizar la guerra había en los más de cien campos de prisioneros existentes entonces 177.905 soldados enemigos prisioneros pendientes de clasificación procesal ―la Inspección informaba también de que hasta entonces habían pasado por los campos 431.251 personas―. Cuando acabó la guerra se sumaron las decenas de miles de soldados republicanos que fueron capturados en los frentes de Levante y del Centro y los cerca de cien mil que volvieron del exilio en Francia a lo largo de 1939 y 1940. Para albergar a los detenidos que ya no cabían en las cárceles hubo que habilitar campos-prisión, como el Hostal de San Marcos de León, la plaza de toros de Teruel o el sanatorio de Porta Coeli en Valencia.
Se llegaron a constituir hasta 194 campos pero a partir de 1941 se fueron cerrando hasta que se clausuró el último, el de Miranda de Ebro, en 1947. En los campos actuaron las Comisiones Clasificatorias para determinar el destino de los internados: los declarados «afectos» eran puestos en libertad; los «desafectos leves» y sin responsabilidades políticas eran enviados a los batallones de trabajadores; y los «desafectos graves» iban a prisión ―«donde hubieron de enfrentarse a miserables condiciones de vida, al hacinamiento, al hambre y las epidemias que asolaban a la población penitenciaria»― y estaban a disposición de la Auditoría de Guerra para ser procesados por un tribunal militar. Los clasificados como «delincuentes comunes» eran enviados también a la cárcel. Los campos de concentración no solo se utilizaron para clasificar a los prisioneros de guerra, sino también para reeducarlos y «doblegarlos».
Los Batallones de Trabajadores y el trabajo forzado
Escudo franquista en la entrada del Valle de los Caídos, en cuya construcción participaron miles de presos políticos republicanos.
Junto a los Batallones de Trabajadores, integrados por presos de los campos de concentración y de las cárceles ―en julio de 1939 había un total de 93.096 prisioneros encuadrados en 137 batallones de trabajo―, se crearon en mayo de 1940 los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores (BDST) integrados por los jóvenes que debían cumplir su servicio militar pero que eran clasificados como «desafectos», ya que se consideraba que era peligroso incorporarlos al Ejército. A mediados de 1942 existían ya 51 BDST integrados por 46.678 hombres. Tanto los Batallones de Trabajadores como los BDST ―que llegaron a sumar 217 batallones de trabajadores forzados más 87 batallones disciplinarios― se destinaron a la realización de obras públicas, a trabajar en las minas, a la reconstrucción de edificios e infraestructuras, o a obras nuevas como el faraónico Valle de los Caídos. En septiembre de 1939 también se creó el Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas que se ocupó especialmente de obras hidráulicas, como el canal del Bajo Guadalquivir, también conocido por «el canal de los presos». La mano de obra forzada de los batallones también fue utilizada por la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones especialmente en la reconstrucción de localidades muy dañadas por la guerra.