Son inconscientes las imágenes de situaciones vividas anteriormente y que el sujeto cree haber «olvidado».

En realidad no los ha olvidado sino que están presentes en la vida psíquica en lumia latente, pero influyendo en la vida actual.

►EL ESTUDIO DE LO INCONSCIENTE:

Las investigaciones del psiquiatra austríaco Sigmund Freud descubrieron la existencia de lo inconsciente en el psiquismo humano y dieron lugar a un método para estudiarlo: el psicoanalítico.

Esto abrió un enorme campo de estudio a la psicología, pues hasta comienzos del siglo XX se estudiaban Solamente los  procesos conscientes, desconociendo los de carácter inconsciente y la influencia de los mismos en la conducta.

En realidad, los procesos conscientes son sólo una parte o fracción de la vida psíquica total.

Incluso pueden faltar, como acontece al dormir o en los estados de hipnosis, donde la conciencia desaparece y, sin embargo, la vida psíquica continúa.

Luego Después de sus intensos estudios, Sigmund Freud llegó a numerosas conclusiones respecto del inconsciente; comenzaremos mencionando las siguientes:

1) El hombre, al nacer, trae tendencias instintivas que podrían calificarse como impulsos de búsqueda de placer. Dichas tendencias exigen satisfacción.

2) El hombre es un ser social, y para poder vivir en sociedad  e integrarse a ella se ve obligado a sacrificar, en mayor o menor grado, dichas tendencias de búsqueda del placer.

El primer grupo social al que el hombre pertenece es la familia que, por el proceso de la educación, irá modelando su conducta según las normas de conducta del grupo.

Así, los padres apelarán frecuentemente a premios para consolidar ciertas conductas en los niños, y a castigos para eliminar otras.

3) Por lo mencionado en los puntos 1 y 2, el sujeto quitará de MI conciencia ciertos recuerdos o experiencias que le resultan molestas y perturbadoras para su adaptación al grupo.

Le resultará ventajoso «olvidarlas».

En realidad, no las olvida ni las destruye, sino que continuarán presentes con carácter de inconscientes.

Este «»olvido» no es voluntario, sino que es un mecanismo inconsciente de autodefensa de la conducta.

4) Estas experiencias no se «borraron» sino que continúan actuando fuerte y eficazmente, determinando muchas de nuestras conductas presentes e incluso, originando trastornos mentales.

El proceso de represión. Existen experiencias —acciones, pensamientos, imágenes, etc.— que aportan al sujeto satisfacción de su impulso de placer, pero que impiden su adaptación al grupo social, ya que éste las considera indeseables.

¿Cuál será el destino de dichas experiencias?.

Será necesario reprimirlas.

Se denomina represión al proceso por el cual se rechaza de la conciencia o se mantiene en el inconsciente a las experiencias que representan un peligro para la adaptación del sujeto al grupo social.

Dichas experiencias permanecerán en el inconsciente por un mecanismo de autodefensa, como ya ha sido señalado.

El proceso de sublimación. Pero las tendencias instintivas no satisfechas y reprimidas en el inconsciente siguen actuando, en busca de su satisfacción.

Son, en sí mismas, fuerzas vitales; como todo lo que es vivo, tienden a crecer, manifestarse, producir.

Estando, entonces, reprimidas, buscarán surgir de algún modo. Una de las maneras de hacerlo será el proceso de sublimación por el cual se aplicarán como energía creativa a las actividades del hombre.

Por la sublimación se derivará la energía vital hacia fines socialmente valorados.

De esta manera, el sujeto logrará desarrollar conductas aceptadas por el grupo social y, por lo tanto, el reconocimiento por parte del mismo.

Dicha energía podría encaminarse hacia el trabajo, la investigación científica o la actividad artística, haciendo sentir al sujeto socialmente útil.

EXPERIMENTOS PSICOLOGICOS PARA ESTUDIAR LA CONDUCTA HUMANA:

► EXPERIMENTO 1-SOBRE EL ESTAR CUERDO EN LUGARES DESTINADOS A LOCOS

En un experimento descrito posteriormente bajo el título «Sobre el estar cuerdo en lugares destinados a locos», D. L. Rosenhan, de la Stanford University, y ocho colaboradores suyos (tres mujeres y cinco hombres) ingresaron voluntariamente en doce instituciones para enfermos mentales. Argumentaron al personal médico que oían voces, que definieron como «huecas», «vacías» o «sordas».

No hablaron de otros síntomas. Se eligió a los «pacientes» que debían someterse al experimento entre gente normal y corriente, dedicada a un amplio campo de ocupaciones, desde amas de casa a artistas y pediatras. Una vez ingresados en el hospital, los pseudo-pacientes comunicaron al personal que habían desaparecido sus síntomas y, a partir de aquel momento, se comportaron normalmente.

En las pruebas realizadas en doce hospitales diferentes, los pseudo-pacientes tardaron entre siete y cincuenta y dos días en ser dados de alta.

En casi todos los casos salieron de las instituciones con el diagnóstico de «esquizofrenia en fase de remisión»; no hubo ni un solo caso que mereciera la calificación de cordura.

Al leer hechos tan sorprendentes, cabría pensar que estos experimentos fueron realizados en hospitales elegidos por la incompetencia del personal que los llevaba o por la excesiva acumulación de enfermos.

Pero éste no era el caso.

La mayoría de los hospitales sometidos a prueba estaban subvencionados con dinero del Gobierno federal, estatal o local, y algunos de ellos eran considerados excelentes.

Variaban en cuanto a su modernidad y al número de personas que integraban el personal, a pesar de que el experimento incluyó también un hospital caro y moderno, dotado de personal competente. Pero en él los resultados tampoco fueron diferentes.

Ya en los sanatorios mentales, los pseudo-pacientes observaron diversos hechos reveladores con respecto a lo que ocurre a una persona cuando los demás le consideran demente.

Advirtieron que los pacientes eran considerados menos que seres humanos y tratados como si fueran invisibles.

Era frecuente que se dirigieran al personal con preguntas sencillas, como por ejemplo para inquirir cuándo vendría un determinado médico, preguntas que eran completamente ignoradas al tiempo que el personal pasaba por su lado sin verlos o haciéndoles objeto de una observación lacónica a modo de respuesta: «¡Hola!, ¿qué tal estás hoy?».

A los pacientes se les permitía escasísima intimidad y muy poca actividad, pero cuando aparecían trastornos como resultado de circunstancias tan embrutecedoras se atribuían sistemáticamente a la «enfermedad» que aquejaba al paciente.

Muchos pseudo-pacientes tomaron nota de cuanto observaron, primero en secreto, pero después abiertamente al darse cuenta de que nadie los tenía en cuenta. Una de las enfermeras, comentando la «psicosis» que padecía su paciente, hizo referencia a su «insistencia en tomar notas».

Otro de los pseudo-pacientes oyó a un psiquiatra quejarse de la «avidez oral» de los enfermos, alineados en el comedor media hora antes de la comida. El buen doctor pasaba por alto el hecho de que en aquel hospital no había otra cosa que hacer.

El tratamiento era mínimo. La medicación suplía el tiempo que hubiera debido dedicar el médico.

A nuestros pseudo-pacientes les fueron recetadas en conjunto dos mil cien píldoras que ellos, al igual que muchos enfermos reales, no tomaron.

Una faceta secundaria interesante del experimento fue el hecho de que, pese a que ningún psiquiatra, enfermera ni asistenta tuvo ninguna sospecha del fraude, treinta y cinco de los ciento dieciocho internos de las salas recelaron el embuste:

«Tú no estás loco, tú eres un periodista (o un profesor) que ha venido a averiguar cómo nos tratan», escucharon los falsos enfermos una y otra vez.

Para comprobar tan perturbadores resultados, los investigadores notificaron a un importante hospital que, dentro de un período de tres meses, solicitarían el ingreso en su hospital uno o dos supuestos enfermos.

El personal del hospital acogió bien el experimento.

De los ciento noventa y tres pacientes ingresados durante el período de tres meses, hubo cuarenta y uno considerados pseudo-pacientes por el personal técnico, abarcando entre dichos pacientes a veintitrés que fueron catalogados tales por los mejores psiquiatras.

No obstante, la verdad era que en dicho período no se presentó ningún enfermo imaginario.

El Dr. Rosenhan se vio obligado a admitir que la locura es un trastorno muy mal definido y que la etiqueta de locura, una vez aplicada, es mucho menos resultado de la conducta de una persona, que del contexto en que dicha persona se halla inmersa.

►EXPERIMENTO 2-LA PRISIÓN FALSA

Un segundo experimento, realizado por el Dr. Philip G. Zimbardo, de la Universidad de Stanford, de California, verificó un aspecto algo diferente de las situaciones humanas y de su efecto en la conducta de la gente.

En su experimento, contrariamente a lo que ocurría en el de Rosenhan, no se engañaba a nadie. Todos los participantes estaban plenamente informados tanto de la naturaleza como de los detalles del experimento.

A pesar de ello, los resultados fueron tan extremos que hubo que dar por terminado el experimento una vez transcurridos seis de los catorce días programados para llevarlo a efecto.

El experimento «Zimbardo» consistía en crear una prisión de mentirijillas y en seleccionar voluntarios para que hicieran de prisioneros o de guardianes. La cárcel fue establecida en el edificio destinado a psicología de la Universidad de Stanford.

Los voluntarios fueron seleccionados entre los estudiantes varones de la zona de Palo Alto, una vez estudiados cuidadosamente para descartar cualquiera de los que pudieran padecer un problema psicológico o físico.

Se asignaron al azar las funciones de prisioneros o de guardianes.

El propio Zimbardo hacía las veces de superintendente.

Los prisioneros estaban sometidos a una disciplina estricta.

En cuanto entraban en la falsa prisión, les eran retiradas sus pertenencias personales, se les obligaba a vestirse con un guardapolvo holgado y eran encerrados en celdas vacías. Para simular las cabezas rapadas de los prisioneros reales, se les cubría el cabello con un gorro hecho con una media.

Tenían que pedir permiso para escribir cartas, fumar e ir al retrete y carecían de ducha y de ventanas, además de no estar autorizados a practicar ningún ejercicio al aire libre.

Los designados como guardianes también fueron sometidos a una despersonalización.

Llevaban uniformes de color kaki idénticos y gafas reflectoras plateadas. Su única misión consistía en hacer observar la ley y el orden y, para conseguirlo, estaban equipados con porras, pitos y esposas.

La segunda mañana los prisioneros simularon un motín. Los guardianes respondieron regándolos con dióxido de carbono helado y despojándolos de todas sus ropas.

Los guardianes, además, idearon la «celda del buen prisionero», dotada de privilegios especiales, para sembrar la cizaña y la confusión entre los reclusos.

A medida que transcurría el tiempo, los guardianes se volvían más dominadores y abusivos, comenzando a imaginar tareas degradantes y aburridas para los prisioneros.

Éstos reaccionaron con la sumisión y la pasividad después de su acto inicial de rebeldía. Dejaron de solidarizarse y, en las entrevistas posteriores al experimento, se mostraron marcadamente desdeñosos con los demás compañeros.

Pese a que los participantes sabían que se trataba simplemente de una ficción experimental, todos ellos se tomaron sus papeles muy en serio. Los guardianes se incitaban mutuamente a usar la fuerza para reprimir a los prisioneros, llegando a menudo a extremos de crueldad.

El guardián que en ocasiones se mostraba amable era juzgado afeminado por sus compañeros y ni una sola vez en el curso del experimento hubo un guardián amable que tratase de frenar ni tan siquiera al más sádico de sus colegas, ni, menos aún, recordarle que aquello no era sino un experimento.

Los prisioneros también se tomaron muy en serio sus papeles. Uno tuvo que ser puesto en libertad al tercer día, afectado de depresión aguda; otro tuvo una erupción psicosomática que invadió gran parte de su cuerpo.

El sexto día habían sido puestos en libertad un total de cinco prisioneros, fecha en la que se dio por terminado el experimento como consecuencia de las reacciones de los participantes.

Al principio Zimbardo había pensado que dos semanas podía ser muy poco tiempo para simular una prisión real y comprobó que seis días eran más que suficientes.

Bastó poco tiempo para demostrar lo vulnerable que es la gente a los papeles que se le asignan y a actuar como se espera que actúe, incluso en conflicto directo con lo que siente en su interior.

Corroboró igualmente ciertas sospechas que abrigaba con respecto al sistema carcelario americano.

El experimento nos lleva a considerar las consecuencias más sutiles de papeles asumidos menos conscientemente y desempeñados durante períodos de tiempo más largos.

Zimbardo denuncia igualmente de manera explícita las «prisiones» de racismo y sexualidad en que todos estamos inmersos.

► EXPERIMENTO 3-LAS ESPERANZAS DEL MAESTRO Y LA ASIMILACIÓN DEL ALUMNO

Los dos primeros experimentos demostraron de qué manera encaja la gente y hace encajar a los demás en unos papeles concebidos de antemano.

En el curso de otro experimento, Robert Rosenthal y Leonore Jacobson exploraron hasta qué punto unos seres inocentes se ven afectados por los objetivos que otros seres se fijan con respecto a ellos y de qué manera dichos objetivos cambian la relación establecida entre dos personas. Seleccionaron para su estudio una escuela elemental, innominada, de la región de San Francisco.

Todo el alumnado de la misma pasó una prueba de inteligencia. Se comunicó a las maestras que la prueba revelaría cuáles eran los alumnos que darían fruto, es decir, aquellos que aprenderían.

Sin embargo, los niños que posteriormente debían ser fructíferos fueron en realidad seleccionados al azar, entre todos los niveles de inteligencia.