Una de las tragedias medioambientales más desastrosas del mundo la sufrió EL Mar de Aral, en Uzbekistán. Era el cuarto mar interior más grande del mundo después del Mar Caspio, Lago Superior y Lago Victoria. Hoy, debido a una errónea planificación de la vieja URSS, aplicada hace más de 60 años, se ha convertido en un desolador desierto.
Francisco Gavilán
20.11.2020 | 20:34
Restos de barcos en lo que era un mar hoy desaparecido. F. Gavilán, Isabel Coixet, National Geographic y Worldpress
La pregunta es: ¿quién no ha visto alguna vez un pueblo abandonado o un río absolutamente seco? El viajero que se encuentra ante este tipo de fenómenos siente una extraña melancolía provocada por esa pérdida humana o ambiental que le parece ya irrecuperable. En este sentido, nada comparable aún con el sentimiento de vacío existencial que se experimenta al visitar el mar de Aral, al norte Uzbekistán, convertido hace muchos años en un desolador desierto de arenas deshidratadas, repleto de cascos vacíos y oxidados de los barcos varados a lo largo y ancho de los insólitos parajes que un día fueron el mar de Aral. Este es el triste panorama que mis ojos vieron al llegar al punto más alto de Muynak, una de las ciudades costeras, entre otras, que siguen sufriendo los graves efectos nocivos de una de los tragedias medioambientales más desastrosas del mundo.
No es de extrañar que la directora de cine Isabel Coixet, sensibilizada con la defensa de la naturaleza, aceptara enseguida la propuesta que la productora We are Water le hizo en 2008 para rodar un documental testimonial de este desastre. Extrañada, se preguntaba: ¿Cómo es eso de que un mar ha desaparecido? Ella quiso verlo con sus propios ojos y ahora cuenta impresionada: «Hasta que no estás allí no te das cuenta de lo duro que es». No en balde, Ban Ki-moon, el que fuera Secretario General de Naciones Unidas, declaraba en 2004 acerca de la lenta agonía del mar de Aral: «Es, sin lugar a dudas, uno de los peores desastres medioambientales del mundo».
Hoy, el mar de Aral, la que fuera la masa acuática interior más importante de Asia, es un sequedal insólito, surrealista, rodeado de fantasmagóricos barcos que yacen inertes sobre las arenas de ese gran desierto en el que se ha convertido actualmente el desaparecido mar. Cuando uno lo contempla, le da la impresión de que a todos esos herrumbrosos vestigios náuticos les sorprendió el gran descenso de una marea extraña, única, quizá bíblica, que nunca más revirtió. Una especie de diluvio universal a la inversa.
El mar de Aral es, efectivamente, un fenómeno que provoca una profunda tristeza y desolación hasta al viajero más insensible cuya mirada haya podido enfrentar otros desastres de la naturaleza. La gran diferencia entre los, a veces inevitables, fenómenos de la naturaleza y la desaparición de este mar asiático, El pulmón perdido de Asia en palabras del escritor y viajero Colin Thubron, es que esta tragedia ha sido causada por el egoísmo, la ignorancia, la desmedida ambición y la estúpida irresponsabilidad del ser humano.
¿Por qué se secó?
Las causas físicas de esta continua catástrofe ecológica están muy claras. A comienzos de 1960, la Unión Soviética diseñó el desvío a gran escala de los cauces de los dos grandes ríos que alimentaban a este mar. Desde entonces, los ríos Syr Darya, en el norte, y Amu Darya, en el sur, cada uno de los cuales transportaba agua a través de las vastas y estériles estepas de Asia Central, no desembocan ya en el Aral, sino en un sistema de cientos de canales que riega vastos campos de algodón que han seguido creciendo sin control alguno con abonos y pesticidas. El algodón generaba tanto dinero al gobierno soviético que lo llamó oro blanco. Y sin ningún tipo de escrúpulos decidió alterar trágicamente el curso de la naturaleza con el fin de convertirse en una gran potencia mundial del rubro. Su vesánico proyecto fue aprobado por los mandatarios de la URSS. Uno de ellos, aun siendo consciente del ataque a la biodiversidad de la zona, llegó a declarar: «El mar de Aral debe morir como un soldado en la batalla».
Con sus fuentes de agua reducidas drásticamente de 8.000 litros por segundo a 1.000, el mar de Aral empezó a agonizar. La devastación ambiental y económica que produjo esta ambiciosa ingeniería soviética ha sido muy bien documentada por investigadores y ecologistas. También por productoras como We are Water, que a través de la película dirigida por Coixet, Aral, el mar perdido (2008), han mostrado la dureza de esta apocalíptica realidad, cuyas consecuencias ambientales y humanas han sido tan desastrosas. Coixet narra esta historia con un ánimo «didáctico», temerosa, además, de que llegue un momento que nadie crea realmente que hubo un mar en lo que ahora es un desierto.
La arrogancia humana
Las profundidades del mar de Aral son actualmente un inmenso salar impregnado de pesticidas derivados de los campos agrícolas circundantes. Como consecuencia de ello, la población local sufre una incidencia mayor de enfermedades crónicas. Hace algunos años un informe científico hizo público que en Karakalpakstan, (Uzbekistán), al sur del mar, la toxicidad del medio ambiente era tal que la leche materna de las mujeres locales estaba contaminada. Asimismo, ha causado una de las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo.
También las especies de peces se han extinguido, y como consecuencia la próspera industria pesquera de la zona, que empleó a miles de personas en grandes barcos y en plantas procesadoras y fábricas de conservas, ha desaparecido y arruinado a una extensa población que vivía de ello, mientras décadas atrás abastecían por vía ferroviaria los mercados de Moscú. Actualmente, los únicos testigos de todo aquello son un viejo museo que muestra vetustas fotografías del mar y de los delerrictos varados en la tierra yerma.
Por lo tanto, las causas de la crisis y muerte del mar de Aral son bien conocidas. La locura y la arrogancia tecnológica –como algún investigador calificó a este genocidio ecológico– permitieron la manipulación de la naturaleza a gran escala y la ha continuado consintiendo hasta que ha llegado la destrucción ecológica total. Si bien con la ruptura de la Unión Soviética la responsabilidad del mar de Aral se transfirió a la ahora exrepúblicas independientes (Kazajistán, Uzbekikstán, Turkmenistán, Tajikistán y Kirguistán) que, junto con Afganistán, comparten la cuenca de este mar, nunca ha sido una prioridad de los nuevos gobernantes abordar los graves problemas ambientales heredados del antiguo régimen comunista. El cultivo de algodón continúa porque sigue siendo una importante fuente de ingreso para todos esos países.
Visitar hoy el mar de Aral es como iniciar un viaje triste y melancólico, no apto para optimistas. No es precisamente este mar o desierto un lugar turístico o para pasar unas vacaciones. Allí hay poco que hacer, salvo pisar conchas de moluscos en el fondo del antiguo mar. En cualquier caso, solo sirve para descubrir que en ese sequedal ya nadie es capaz de imaginar el futuro, un tiempo que no se sabe dónde está ni se le espera.
Se estima que en diez años no habrá siquiera rastro de ese 10% de agua que aún posee la parte norte del mar, en el sur de Kazajistán, país con el que comparte Uzbekistán el mar de Aral. En este sentido, un fatalista sentimiento de resignación, común a los uzbekos de la zona, surge de su creencia en el determinismo: piensan que los acontecimientos de la vida suceden con independencia de la voluntad humana y del propio ambiente maldito en el que les ha tocado vivir. Se trata de una actitud reactiva: dejar que pase el tiempo para que las cosas cambien. Y lo hacen, paradójicamente, bromeando con los cineastas que van a rodar allí documentales: «Si cada uno de ellos trajera un cubo de agua se solucionaría el problema», dicen.
Mar de Aral, una larga muerte agónica – Diario de Noticias de Navarra
29/12/2020