En 2012 los historiadores Francisco Espinosa y José Luis Ledesma publicaron un cuadro resumen del número de muertos víctimas de la represión judicial y extrajudicial en ambas retaguardias durante la guerra civil (y la inmediata posguerra en las zonas ocupadas por el ejército franquista al finalizar la contienda: Madrid, Valencia, Castilla-La Mancha, Murcia y algunas zonas de Andalucía). Los datos del cuadro provenían de los estudios provinciales y regionales —cuyas fuentes fundamentales eran las defunciones anotadas en los registros civiles y en los registros de los cementerios, y los testimonios orales— llevados a cabo a lo largo de las dos décadas finales del siglo XX y la primera del siglo XXI por ellos mismos y por cerca de cuarenta investigadores más (entre ellos Jesús Vicente Aguirre, Francisco Alía Miranda, Julián Casanova, Francisco Etxeberria, Carmen González Martínez, Francisco Moreno Gómez, Juan Sisinio Pérez Garzón y Alberto Reig Tapia). Espinosa y Ledesma señalaban además que había 16 provincias (Albacete, Ávila, Burgos, Cádiz, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara, Las Palmas, León, Madrid, Murcia, Palencia, Salamanca, Tenerife, Valladolid y Zamora) en las que el estudio de la represión franquista estaba aún incompleto, por lo que el número de víctimas causadas por el bando sublevado podría aumentar en el futuro conforme avancen las investigaciones.
Cárceles
Aunque pudiera parecer lo contrario, las condiciones en las prisiones del franquismo solían ser peores a las de los llamados campos de concentración o los batallones de trabajadores. A estos iban destinados individuos considerados «recuperables» por el régimen nacionalista, que se redimían mediante el trabajo forzado, mientras que los presos políticos considerados más peligrosos eran enviados a las cárceles muchas veces para morir de hambre y de enfermedades o para acabar siendo ejecutados ante pelotones de fusilamiento.
Desde los primeros momentos de la Guerra, los prisioneros políticos republicanos (internados casi siempre sin juicio previo) compartieron su estancia en las penitenciarías con los presos comunes, constituyendo los primeros una abrumadora mayoría; todavía en 1945, solo un 32,36 % de internos lo estaban por delitos comunes. Pero todos ellos se veían afectados por las terribles condiciones de reclusión y la violencia imperante. Cabe destacar la mala alimentación y la pésima o casi nula atención médica, lo que provocaba una gran mortandad. Estudios parciales realizados en 24 provincias dan una cifra de 7.600 fallecidos por hambre y enfermedades en las cárceles franquistas solo en los años cuarenta, aunque con mayor incidencia en su primera mitad; si se extrapola el cálculo al resto del territorio español resultarían alrededor de 20.000 fallecidos por este motivo en la inmediata posguerra.
Buena parte de la «dieta de hambre» que se padecía en las prisiones era debida a la especulación que sus responsables realizaban con los suministros, especialmente los destinados a la alimentación de los presos. Todo ello representaba un gran negocio para muchos funcionarios y personal penitenciario. Los mayores beneficios se obtenían de revender en el mercado negro los artículos que se debían destinar a confeccionar el rancho de los internos. Una inspección enviada a la prisión de Saturrarán «al llegar encontró a las presas moribundas y los almacenes repletos de judías, patatas y bacalao, listo para sacarlo del establecimiento por la puerta de atrás»: Las monjas encargadas de la dirección del centro vendían en el exterior los alimentos, provocando terribles enfermedades por avitaminosis en las reclusas a su cargo. Estos episodios se sucedían por toda la geografía carcelaria de España durante el primer franquismo.
Niños robados
Niños robados por el franquismo
El régimen alentó separar a los niños de sus madres cuando estas se encontraban encarceladas. Cuando los niños nacidos en la cárcel alcanzaban tres años de edad (que no era común, al recibir intencionadamente una dieta hipocalórica que les provocaba una alta mortalidad), y cuando no existían familiares que pudieran hacerse cargo de ellos, pasaban a ser «tutelados» por la Sección Femenina de la Falange, y en particular por los Patronatos de Redención de Penas que se encargaban de «educar» a los hijos de los detenidos. Según estudio publicado por Ricard Vinyes, entre 1944 y 1945 el Patronato de San Pablo contabilizó 30.000 menores hijos de encarcelados y exiliados, a los que habría que añadir 12.000 tutelados por el Patronato de la Merced.
En noviembre de 1940, el Ministerio de Gobernación publicó un decreto sobre los huérfanos de guerra, a saber, hijos de padres fusilados o desaparecidos (exiliados, olvidados en las cárceles, fugitivos y clandestinos), según el cual solo «personas irreprochables desde el punto de vista religioso, ético y nacional» podían obtener la tutela de esos niños. En diciembre de 1941, una ley permitió que los niños que no recordaran su nombre, hubieran sido repatriados o cuyos padres no pudieran ser localizados, fueran inscritos en el Registro Civil bajo un nuevo nombre, lo que facilitó que pudieran ser adoptados de forma irregular. Esta práctica se extendió a todo el periodo de la dictadura franquista.
En su Declaración de condena de la dictadura franquista del 17 de marzo de 2006 (Recomendación 1736, punto 72, 73, 74 y 75), el Consejo de Europa afirmó que los «niños perdidos» son víctimas del franquismo, dado que sus «apellidos fueron modificados para permitir su adopción por familias adictas al régimen». También afirmó que «el régimen franquista invocaba la ‘protección de menores’, pero la idea que aplicaba de esta protección no se distinguía de un régimen punitivo», y que «frecuentemente eran separados de las demás categorías de niños internados en las Instituciones del Estado y sometidos a malos tratos físicos y psicológicos».
El auto de instrucción realizado en 2014 por el Juzgado de Instrucción Penal n° 5 de la Audiencia Nacional española cifraba en 30.960 el número de niños de detenidos republicanos cuyas identidades fueron supuestamente cambiadas en el Registro Civil para que fueran entregados a familias que apoyaban al régimen franquista.
Campos de concentración
Campos de concentración franquistas
Desde el inicio de la Guerra Civil el bando sublevado se vio en la necesidad de recurrir a los campos de concentración ante la enorme cantidad de republicanos y militares leales que iban siendo capturados. Se aprovecharon los prisioneros como mano de obra esclava que, además, benefició a empresas y jerarcas cercanos a Franco. Además, la Iglesia católica, a través de un nutrido grupo de capellanes, se encargó de realizar una labor de recatolización forzosa y adoctrinamiento implacables, en completa sintonía con la dictadura naciente. El rapado de pelo al cero, la obligatoriedad de los actos religiosos y la repetición continua de himnos y consignas patrióticas (incluido el inevitable saludo fascista a la romana) completaban el proceso de deshumanización de los internados.
Paralelamente, se establecieron batallones de trabajo con la misma finalidad de explotación de los presos políticos. Muchas veces la diferencia de nomenclatura entre campos y batallones era arbitraria, a criterio del militar al mando, siendo similares el hacinamiento y la dureza regimental. Además, en ambos casos dependían de la Inspección General de los Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP), sustituida en 1940 por la Jefatura de Campos de Concentración y Batallones Disciplinarios (JCCBD). Los últimos batallones de penados estuvieron operativos hasta 1948, pero el trabajo esclavo durante la dictadura franquista no desapareció, gracias a la figura de la redención de penas por el trabajo; el último destacamento penal compuesto por 140 presos políticos fue disuelto en 1970 tras trabajar para la constructora Banús en la edificación de la Colonia Mirasierra en Madrid, pero el sistema de redención de penas se mantuvo todavía para los condenados por delitos comunes, a través de los Talleres Penitenciarios, hasta bien entrada la democracia. Solo en el periodo 1939-1943, se ha estimado que esta subcontratación de presos-esclavos a empresas privadas supuso para estas unos beneficios de más de cien millones de pesetas.
La suma de campos de concentración y unidades de trabajos forzados creados por el bando sublevado se ha estimado en cerca de un millar de recintos a lo largo de toda la geografía española, a los que habría que sumar las innumerables prisiones (provisionales, habilitadas, locales, de partido, provinciales, centrales), depósitos de prisioneros, destacamentos penales y colonias penitenciarias militarizadas utilizados durante la contienda y, posteriormente, en la dictadura para recluir a prisioneros y disidentes.
La represión administrativa: las depuraciones
Fue practicada con todos los funcionarios del Estado Republicano, tanto en las instituciones centrales, como en diputaciones y municipios, y fue llevada a cabo mediante un proceso de purga conocido con el nombre de depuración. Los funcionarios eran castigados con sanciones que iban hasta el encarcelamiento, el traslado forzoso, la suspensión de empleo y sueldo, la inhabilitación y la separación. Para la obtención de una plaza, se daba prioridad a los leales al Movimiento Nacional, y se exigía la presentación de «certificados de buena conducta» expedidos por el jefe local de FET y de las JONS —a través de los informes del Servicio de Información e Investigación— y el cura de la parroquia.
Miles de oficiales que habían servido a la República fueron expulsados del ejército.
Esta depuración fue general y sistemática, pues la dictadura de Franco invalidó todas las decisiones administrativas de las autoridades republicanas durante la guerra: Fueron declarados nulos sin excepción (BOE de 8 de mayo de 1939) los veredictos de juzgados y tribunales de lo civil, lo penal y lo contencioso-administrativo. También se invalidaron los cambios en el Registro de la Propiedad y todas las anotaciones de nacimientos, fallecimientos y matrimonios en el Registro Civil de la República en ese periodo (BOE de 13 de marzo de 1939), siendo obligatorio que los jueces franquistas los registraran de nuevo para tener validez legal. Se llegó al extremo de cambiar nombres de niños y niñas por orden de la nueva Administración franquista; por ejemplo, en julio de 1939 las autoridades locales de Chamberí cambiaron el nombre de pila de una niña, por motivos ideológicos, de Pasionaria a Juliana, este último considerado «más respetable».
En los casos de personas afectadas por las depuraciones políticas tanto en el ámbito laboral como en las administraciones públicas, estas se vieron privadas de su derecho a percibir una jubilación.
La depuración de los maestros y profesores
Depuración franquista del magisterio español
La represión administrativa practicada en el Sistema Educativo fue especialmente intensa, tanto en la enseñanza primaria y secundaria como en las universidades. Instituciones pioneras de educación superior y de investigación como la Residencia de Estudiantes de Madrid fueron desmanteladas por ser consideradas subversivas, y los contenidos educativos fueron revisados para ajustarse a los estrictos criterios políticos, religiosos y culturales del Régimen, en todos los niveles de la enseñanza. La cuarta parte de los maestros y profesores de España fueron expulsados de la enseñanza. Estos hechos se regularon en el Decreto 66 de 8 de noviembre de 1936 (aunque las depuraciones habían comenzado mucho antes por orden de las autoridades militares).
En su lugar se proponían implantar una educación reaccionaria, antiliberal, agresivamente nacionalista española y ultracatólica.
En las universidades, muchas cátedras quedaron desiertas al ser exiliados y perseguidos sus antiguos ocupantes; para otorgar esas cátedras bastaron, más que los méritos académicos, los méritos políticos. Por ejemplo, la mayoría de los discípulos del neurólogo y premio Nobel Santiago Ramón y Cajal tuvieron que exiliarse e investigar fuera, y los pocos que quedaron fueron postergados o tuvieron que dedicarse a sobrevivir. Esto supuso una larga rémora para el desarrollo de la ciencia en España.
La represión económica: las incautaciones y la Ley de Responsabilidades Políticas
La represión económica fue practicada mediante multas (pago de cantidades fijas), incautaciones totales o parciales de bienes y embargos de cuentas bancarias, decididas por la Comisión Central de Bienes Incautados por el Estado y por comisiones provinciales de incautación. Se aplicó en virtud de un decreto aprobado el 10 de enero de 1937, en particular sus artículos 6 y 8 que sancionaban económicamente a «los responsables de daños o perjuicios causados a España». El 4 de mayo de 1937 se amplía esta potestad confiscatoria del bando sublevado, ampliándola incluso a quienes residieran aún en la zona republicana. En esa fecha se publica una orden de «intervención del crédito», que permitía al «nuevo Estado» franquista intervenir las deudas que los residentes en la zona sublevada mantuvieran con aquellos acreedores que permaneciesen en la zona leal: Si se consideraba que el acreedor había incurrido en «responsabilidades», entonces las autoridades rebeldes se apropiaban de esos créditos en concepto de «compensación».
El 9 de febrero de 1939, la Ley de Responsabilidades Políticas amplió ese decreto para «liquidar las culpas contraídas por quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo del Movimiento Nacional». El artículo 10 imponía sanciones económicas a todos los condenados por tribunales militares. Estas sanciones se aplicaban incluso tras el fallecimiento del condenado, a los mayores de catorce años de edad y a dementes o afectados por alguna enajenación mental. Las incautaciones se realizaban a particulares, partidos políticos, asociaciones o firmas comerciales. Solo en Galicia se estima que hasta 1945 el régimen franquista abrió expediente civil o político a 14.492 personas sospechosas de ser de izquierdas o de no tener un comportamiento «acorde con las nuevas circunstancias».
Esta ley se aplicaba no solo a los opositores al régimen sino también a los que habían servido civil y militarmente bajo la Segunda República. Vulneraba la irretroactividad penal, castigando ideas y actos anteriores al levantamiento franquista, y por lo tanto legales cuando se realizaron.
Aparte de las multas gobernativas y las incautaciones, la represión económica se ejercía también mediante las suscripciones patrióticas obligatorias. Empleadas primero en los años de guerra para sufragar las campañas bélicas de los nacionales, las suscripciones patrióticas se mantuvieron bajo el Régimen y tenían un fuerte impacto propagandístico. Eran todo menos voluntarias, ya que si alguien no contribuía según sus posibilidades económicas era multado, y se publicaban las multas en prensa con un propósito claramente intimidatorio.
El 13 de abril de 1945, el Ministerio de Justicia publicó un decreto que declaró extinguidos los procedimientos de Responsabilidades Civiles y Políticas y los tribunales creados para su aplicación, al considerar cumplida su misión. Creó la Comisión Liquidadora de Responsabilidades Políticas para resolver los casos pendientes y los recursos presentados contra las sentencias sancionadoras. Buena parte de los recursos fueron sobreseídos o indultados, y los bienes y el dinero incautados fueron devueltos en las décadas posteriores, por un importe equivalente al que tenían en las fechas de incautación, lo que representaba una fuerte devalorización.
La restitución del patrimonio histórico y acumulado de los sindicatos de trabajadores, asociaciones empresariales y sociedades vinculadas a ellos, no se planteó hasta el inicio de la Transición, cuando un Real Decreto Ley de 1976 repartió entre los sindicatos mayoritarios los bienes acumulados por el sindicato vertical, recientemente abolido. La devolución del patrimonio histórico de las organizaciones sindicales no fue contemplada de hecho hasta la aprobación en 1986 de la Ley de Cesión de Bienes del Patrimonio Sindical Acumulado.
La represión laboral
Fue llevada a cabo en todos los ámbitos productivos, con despidos de puesto de trabajo, inhabilitaciones laborales y profesionales. Las organizaciones patronales realizaban listas de «rojos» o «sindicalistas» para evitar que entrasen a las empresas. En el caso de miembros de profesiones liberales, fue llevada a cabo por los propios colegios profesionales, después de su correspondiente depuración.
La represión religiosa
La religión católica fue instaurada como religión oficial del Estado, y su doctrina declarada fuente de inspiración de la legislación. Las demás religiones quedaron limitadas al ámbito privado y se prohibieron sus manifestaciones públicas. No obstante, en 1967 fue reformada la ley para incluir en su articulado la libertad religiosa, prohibiendo las manifestaciones externas de toda religión que no fuese católica, y reafirmando la protección oficial que el Estado brinda a esta última. Los lazos privilegiados entre el Estado y la Iglesia católica llevaron a que se hablase de nacional catolicismo.
En consonancia con esta situación, ya el 5 de abril de 1939 el gobernador civil de Madrid llegó al punto de ilegalizar la blasfemia, advirtiendo de que los padres serían considerados responsables de las expresiones blasfemas que manifestasen sus hijos. Solo siete días después se impuso la primera multa, por decir palabrotas en la vía pública, de 500 pesetas (una cantidad entonces considerable).
La represión cultural
La censura fue aplicada a temas no relacionados directamente con la política: literatura, poesía, canciones, artes plásticas, cine y teatro. Se impuso un modelo cultural definido según los criterios establecidos por el Estado. La censura que aplicaba el régimen afectó a todas las actividades intelectuales y a los medios de comunicación, y llegó a incluir la manipulación fotográfica.
El cine y el teatro serían víctimas de una doble censura civil y eclesiástica, siendo prohibidas obras de determinados autores. Los libros publicados con posterioridad al 18 de julio de 1936 debían contar con una autorización específica para su venta que el propio comprador podía exigir. Tras la caída de Madrid, a finales de marzo de 1939, las librerías de esa ciudad permanecieron cerradas durante al menos siete semanas hasta que el Servicio Nacional de Propaganda terminó su labor de depuración de libros rojos.
Antes de ser representadas, las obras de teatro tenían que pasar el filtro de la Junta de Censura de Obras Teatrales que, en muchas ocasiones, imponía la eliminación de frases, la desvirtuación de diálogos y situaciones dramáticas, e incluso su prohibición total. El naciente teatro realista, al igual que la novela y el cine realista, fue prohibido por ser considerado próximo al marxismo, y se censuraban las obras que representaban aspectos de la realidad española que el régimen se esforzaba en ocultar. Si las obras tempranas de Antonio Buero Vallejo, primeras muestras del realismo social en el teatro de la posguerra española, escaparon a la censura, dos obras suyas fueron prohibidas más adelante. En la década de 1940, se prohibieron varias obras de Jardiel Poncela (aunque hubiese apoyado el levantamiento franquista), Juan José Alonso Millán, Alfonso Paso, Alfonso Sastre, Lauro Olmo, José María Rodríguez Méndez y Francisco Nieva, y se redujo a buena parte de los dramaturgos españoles al ámbito del teatro de cámara. Se recuperó la libertad de expresión en los escenarios el 4 de marzo de 1978, durante la Transición democrática, cuando entró en vigor el Real Decreto 262/1978 sobre libertad de representación de espectáculos teatrales.
En la novela el régimen no pudo evitar que algunos escritores reflejaran las míseras condiciones de vida de aquellos años cuarenta. Un pintor, el palentino Ambrosio Ortega, Brosio, fue la persona que más años permaneció en las cárceles franquistas. Estuvo preso desde 1947 hasta 1970 por su colaboración con el maquis.
La represión lingüística
Implicaba la minorización de las lenguas de España diferentes del castellano, única lengua reconocida oficialmente. En los primeros años de posguerra se persiguió sistemáticamente la lengua y la cultura catalanas, vascas y gallegas, sobre todo en la administración, en los medios de comunicación, en la escuela, en la universidad, en la señalización pública y en general en toda manifestación fuera del ámbito privado.
Catalán
Minorización del idioma catalán#Franquismo
En Cataluña, en contra de algunas posiciones más moderadas, se impuso la línea dura que pretendía la «españolización eficaz de Cataluña»: se suprimieron las entidades catalanistas ―se llegó a ejecutar a personas solo por haber colaborado con publicaciones catalanistas, como Carles Rahola Llorens y Domènec Latorre―, se prohibió el uso público del catalán ―«Habla el idioma del Imperio», se decía, una consigna que se había utilizado por primera vez en Mallorca―y se persiguió cualquier manifestación pública de la cultura catalana ―el catalán fue permitido en el ámbito privado: «vuestro lenguaje, en el uso privado y familiar, no será perseguido», se dijo en un bando nada más «liberar» Barcelona a finales de enero de 1939―. Así lo justificaba Ramón Serrano Suñer: «Hemos hecho la guerra para la unificación de España». Además se retiraron de la vía pública todos los monumentos «catalanistas» y se procedió a la castellanización de la toponimia y de los nombres de los establecimientos comerciales y de las empresas. Solo bien entrada la década de 1940 se permitió algún acto cultural en relación con el ámbito religioso como el homenaje que se realizó en 1945 a Mossèn Cinto Verdaguer.
Durante la posguerra en Valencia también se reprimió el uso de la lengua propia como recordaba un obrero del barrio de la Malvarrosa: «…termino de trabajar, voy al tranvía, empezamos a hablar en valenciano… porque uno que creía que iba a bajar, «déjeme paso» y cuando llega a mí me arrea una hostia que me dejó sordo y me dijo: «hable español que no estamos en Rusia»… No lloré por vergüenza… Si me dicen en aquél entonces: «¿qué quieres? ¿1000 pesetas o pegarle una hostia a éste?», digo «pegarle», porque todo el mundo se quedó pasmado… En aquel entonces pues te limitaba porque estabas acobardado…».
Gallego
Los años de régimen franquista supusieron un claro retroceso para el desarrollo de la conciencia lingüística que los galleguistas habían conseguido a principios del siglo XX, y por ello se suele denominar este periodo represivo como la «longa noite de pedra».El trabajo de recuperación lingüística que se había iniciado antes del levantamiento militar se perpetuó en el exilio (Argentina, Brasil, Venezuela, México, Cuba), convirtiéndose Argentina en el principal centro de resistencia del galleguismo cultural y político. La década de 1940 estuvo caracterizada por un total silenciamiento y represión de los usos públicos del idioma, pero la tímida apertura del régimen a partir de 1950 permitió un leve renacimiento, debido en gran medida al trabajo de la editorial Galaxia, y en la década de 1960 con la creación de asociaciones como O Galo y O Facho. En la década de los 70, el gallego llegó a tener cierta presencia en la enseñanza y en los medios de comunicación.
Tras la Guerra Civil, la Real Academia Gallega entró en un estado de semiclandestinidad y casi desapareció definitivamente. Los galleguistas republicanos fueron sometidos al silencio, al exilio o a la muerte, y el régimen sólo toleró una continuidad simbólica de la Academia. Esta no volvió a constituirse formalmente hasta el año 1943, y veinte años más tarde, bajo el impulso de intelectuales procedentes del llamado «Grupo Galicia», consiguió que el 17 de mayo se institucionalizara como Día de las Letras Gallegas en 1963.
Euskera
Desde el estallido de la guerra y a partir del decreto que en 1937 declaraba provincias traidoras a Vizcaya y Guipúzcoa, la represión del euskera comenzó con la supresión de cualquier tipo de oficialidad preexistente privándolo de la oficialidad que le reconocía el Estatuto de 1936. El régimen franquista llevó a cabo una política lingüística que trataba de imponer el castellano. Se prohibieron los nombres vascos de persona al considerar que «denotan indiscutible significación separatista». La mayoría de las instituciones creadas por los euskeristas desaparecieron y a todas se les negó la protección legal y/o económica necesarias para su subsistencia. La Sociedad de Estudios Vascos desapareció y sus trabajos a favor del idioma se interrumpieron. Pasaron unos diez o quince años hasta que la Academia de la Lengua Vasca pudiera comenzar otra vez con sus trabajos, y no pudo publicar su revista hasta los años 1954-1956.
Como en el resto del Estado, la victoria armada del franquismo trastocó la situación de los medios informativos del País Vasco: desaparecieron 14 diarios, y subsistieron 10. Hasta 1962 no se admitió ningún artículo en euskera.
Las ikastolas que se habían ido abriendo a partir de 1922, —y antes de ellas las escuelas de barrio en euskera desde principios del siglo XX— fueron cerradas y todo lo que tuviera que ver con el euskera fue perseguido por el régimen. Hubo que esperar hasta 1957 para que se abriera de nuevo la primera ikastola en Bilbao (la segunda abrió en 1961) y que le siguieran otras en otras ciudades a partir de 1963. Tan pronto como el año 1941, funcionaba con normalidad la Academia de la lengua vasca, dedicada a normalizar dicho idioma. Ya en 1948 se editaba la revista Egan, en euskera.
El papel de la represión en la pervivencia de la Dictadura
Se han realizado diversos «estudios de campo» para averiguar el grado de aceptación que tenía entre la población el régimen franquista, basados fundamentalmente en entrevistas a personas que vivieron en ese tiempo, y especialmente referidos al primer franquismo. Uno de los estudios pioneros fue el trabajo colectivo coordinado por Ismael Saz y Alberto Gómez Roda, El franquismo en Valencia. Formas de vida y actitudes sociales en la posguerra, publicado en 1999 y que se refería a la provincia de Valencia.