Bajo una apariencia de calma y prosperidad, latían en Europa las tensiones no resueltas desde el siglo XIX: territoriales, coloniales, ideológicas, armamentísticas… Y en 1914 todo saltó por los aires
Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.
14/01/2025
Bajo una apariencia de calma y prosperidad, latían en Europa las tensiones no resueltas desde el siglo XIX: territoriales, coloniales, ideológicas, armamentísticas… Y en 1914 todo saltó por los aires
Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.
14/01/2025
4 Comments
Fernando Cohnen
7 días agoMuchos europeos vivieron el tiempo transcurrido entre 1900 y 1914 como una extensión de la Belle Époque, una era idílica de elegantes salones de baile con mujeres enfundadas en vestidos blancos, bulevares llenos de animados cafés y gente haciendo pícnic en el campo o remando en plácidos ríos. Pero esa imagen no se ajustaba a la realidad.
Los más informados eran muy conscientes de los riesgos que tenían delante. En Gran Bretaña, Alemania, Francia y Rusia se produjeron innumerables huelgas, lo mismo que en otros países. En las fábricas latía el descontento y en las cancillerías europeas había un miedo muy real de que estallase una revolución. Por otro lado, se estaba produciendo un gran cambio tecnológico impulsado por un continuo caudal de adelantos técnicos, como la electricidad, el automóvil, el avión o el cine.
Al inicio del siglo XX, el temor a una revolución recorría Europa (ilustración de Le Petit Journal de una huelga en Francia, 1906). Foto: Album.
Fueron los años en que Einstein publicó su teoría de la relatividad especial, Leo Baekeland inventó la baquelita y Marie Curie aisló el radio. En un lapso de tiempo muy corto, la tecnología militar experimentó un desarrollo espectacular. Las ametralladoras eran muy fiables, los aeroplanos podían llevar a bordo armas letales y los nuevos destructores tenían torretas de artillería movidas por mecanismos eléctricos, cuyos cañones podían acertar a un barco enemigo situado a varios kilómetros de distancia.
Sarah Romero
7 días agoEntre el temor y la euforia
Anclados en el pasado, los políticos europeos trataban de lidiar con aquellos avances y con la creciente agitación social en el continente. En un ambiente en el que se entremezclaban la euforia de la industrialización y el temor a un estallido revolucionario, el librecambismo siguió marcando la pauta en todos los países productores del mundo, organizando la vida económica planetaria según dictaban las conveniencias del círculo de poder euronorteamericano.
Animados por el impresionante caudal de dinero que circulaba en las Bolsas mundiales, los librecambistas creyeron que la instauración del cosmopolitismo económico evitaría para siempre las guerras internacionales. Pero se equivocaron: una de las contiendas más brutales que iba a contemplar la humanidad estaba a punto de estallar. La concentración del poder en manos de Inglaterra, EE UU y Francia, a los que pronto se sumó Rusia, las reclamaciones de una cada vez más poderosa Alemania, que exigía su parte del pastel colonial, y la decadencia del Imperio austrohúngaro, que no supo frenar la espiral de violencia en los Balcanes, contribuyeron al estallido de la Primera Guerra Mundial.
En esta caricatura de la Triple Alianza aparecida en un semanario satírico italiano, el rey de Italia, Humberto I, y el emperador austrohúngaro, Francisco José I, “tocan” en el concierto internacional al son que marca el canciller germano, Otto von Bismarck. Foto: AGE.
Una concatenación de factores
Si recibió el calificativo de mundial fue porque en ella participaron las grandes potencias de la época divididas en dos alianzas opuestas: la Triple Alianza, formada por el Imperio alemán y el austrohúngaro, y la Triple Entente, constituida por el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso. Italia, que era miembro de la Triple Alianza, terminó cambiando de bando, lo mismo que otras naciones que acabarían ingresando en una u otra facción. Japón y Estados Unidos apoyaron a la Triple Entente, mientras Bulgaria y el Imperio otomano se unieron a las filas de prusianos y austríacos.
José Ángel Martos
7 días agoLa anexión de Bosnia-Herzegovina por parte del Imperio austrohúngaro en 1908 enfureció a Serbia y a su aliado el Imperio ruso, lo que provocó la desestabilización de los Balcanes, una región que era conocida como “el polvorín de Europa”. Si Serbia encabezaba la unificación eslava, el Imperio austrohúngaro vería esfumarse a todas sus provincias eslavas del sur y, por tanto, casi toda su costa. “La pérdida de territorio y de prestigio que supondría la supremacía serbia relegaría a la monarquía austríaca a la condición de un pequeño poder”, escribe el historiador británico Martin Gilbert en su libro La I Guerra Mundial (1988).
Pero ¿fue ese el motivo del conflicto bélico? En realidad, la guerra surgió de la concatenación de diversos factores. Sería injusto señalar a una sola nación como culpable de provocar la carnicería que estaba a punto de desencadenarse. Si no hubiera estallado la Gran Guerra en 1914, habría habido otra pocos años después.
En cualquier caso, Alemania pudo haber detenido aquella locura belicista si le hubiera dicho a Viena que frenara su enfrentamiento con Serbia. Pero, una vez que el emperador austrohúngaro decidió declarar la guerra, los militares prusianos pensaron que podían derrotar a Rusia, aunque antes tenían que doblegar a Francia en pocas semanas, algo que el Estado Mayor alemán dio por hecho. Asimismo, los rusos tenían sin duda el derecho de apoyar a los serbios cuando el Imperio austrohúngaro les declaró la guerra, pero, si Rusia hubiera presionado a Serbia para que dejara de prestar apoyo a los grupos terroristas que atentaban contra Austria, los cañones no habrían abierto fuego en ese momento.
De una u otra manera, Alemania estaba en el centro neurálgico del conflicto que se avecinaba, ya que era una gran potencia industrial que no había entrado en el reparto colonial apañado por franceses e ingleses décadas antes, razón por la que exigía su puesto de privilegio en el escenario geopolítico internacional.
Tras su victoria en la guerra francoprusiana, Alemania proclamó su Imperio en Versalles en 1871 y nombró káiser a Guillermo I (cuadro historicista de Anton von Werner). Foto: ASC.
Tras la fundación del II Reich en 1871, su poder industrial y económico creció vertiginosamente, lo que le permitió dedicar cuantiosos recursos a rearmarse. “En 1914, Alemania se encontraba en una situación parecida a la de China hoy día con respecto a EE UU”, señala el historiador y periodista británico Max Hastings, quien recuerda que los poderes emergentes siempre exigen más voz y voto. “Los alemanes encontraban intolerable que Gran Bretaña siguiera manteniendo el control del mundo financiero y de los mares a través de su potente Armada”, afirma Hastings.
Del gran juego al Plan Schlieffen
En aquellos momentos, el foco de atención del Reino Unido estaba en sus problemas domésticos; entre ellos, los que afloraban en una Irlanda dividida. Por otro lado, Berlín no parecía temer el poder destructivo de la potente flota británica: el káiser Guillermo II afirmó que los barcos de guerra no tenían ruedas, aludiendo al escaso interés estratégico de la Marina en el conflicto que se avecinaba, cuyo desenlace, pensaba, se resolvería en los campos de batalla.
Hay que recordar que, hasta el 1 de agosto de 1914, los británicos estaban en contra de entrar en una guerra por defender los derechos de un país balcánico como Serbia y que odiaban a los rusos, que eran sus socios, pero también sus enemigos históricos en el Gran Juego, término popularizado por el escritor Rudyard Kipling en su novela Kim y que fue utilizado para describir la rivalidad entre el Imperio ruso y el Imperio británico en su lucha por el control de Asia Central y el Cáucaso durante el siglo XIX.
Por esos y otros factores, el jefe del Estado Mayor alemán, Helmuth von Moltke, pensó que Inglaterra no iba a suponer un problema. Además, la intención de Berlín era ganar la guerra rápidamente, lo que restaba importancia al frente naval o a la posibilidad de que los navíos británicos impusieran un bloqueo a Alemania, como finalmente ocurrió. Años antes de que se produjera el estallido de la guerra, Moltke convenció al káiser Guillermo II de que Alemania podía ganarla. Su mayor argumento era el fantasioso plan que ideó Alfred von Schlieffen en 1905, que preveía el avance de los ejércitos del Reich a través de Bélgica para penetrar en Francia, ocupar los puertos del norte, desde Dunkerque hasta el Havre, y virar hacia París para envolver al ejército enemigo.
Retrato de Guillermo II, último káiser alemán y último rey de Prusia, con uniforme de la Marina. Foto: ASC.
La derrota francesa debía producirse en pocas semanas, antes de que los rusos hubieran movilizado todas sus tropas y pudieran iniciar el ataque en el frente oriental; la ejecución de esa estrategia y el apoyo militar del Imperio austrohúngaro facilitarían la victoria a la Triple Alianza. Pero el Plan Schlieffen no podía funcionar en un mundo que había revolucionado el poder destructivo de las armas y en un momento en que los ejércitos no sabían utilizar las nuevas tecnologías de transporte y comunicación.
Sarajevo, el detonante
“Para mí, la gran ironía es que Alemania disfrutaba de tal éxito económico e industrial en 1914 que, si no hubiera habido una guerra, habría dominado a Europa en tan solo veinte años, y lo habría hecho de una forma pacífica, sin disparar un solo tiro”, afirma Hastings. El Káiser, que reinaba en una autocracia militarizada, no entendió que su Imperio era el que más tenía que perder si finalmente las grandes potencias se enzarzaban en una lucha sin cuartel.
El hecho de que los monarcas europeos fueran parientes parecía razón suficiente para frenar esa terrible posibilidad. El Káiser y su primo político, el zar ruso Nicolás II, mantenían una correspondencia regular en la que se llamaban respectivamente en inglés Willy y Nicky. Todos estaban emparentados y muchos de ellos tenían lazos con la familia real británica que parecían indestructibles. Pero esos vínculos familiares saltaron por los aires en Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, el 28 de junio de 1914.
El asesinato del archiduque de Austria y su mujer (arriba, ilustración en el semanario La Domenica del Corriere) llevó a la conflagración. Foto: Alamy.
Aquel día, el archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del Imperio austrohúngaro, y su mujer Sofía fueron tiroteados por Gavrilo Princip, miembro de un comando serbo-bosnio manejado en la sombra por Dragutin Dimitrijevic, responsable del Servicio de Información serbio, y por extremistas de la sociedad secreta Mano Negra. El magnicidio pretendía golpear al Imperio y facilitar la creación de la Gran Serbia, una nación que reuniese a todas las poblaciones eslavas que permanecían sometidas al poder de los Habsburgo.
Cristian Campos
7 días agoUn mes más tarde, Austria declaró la guerra a Serbia, lo que decidió al zar Nicolás II a intervenir en el conflicto, ya que había prometido defender los intereses de la nación balcánica. Alemania, que fomentó el fervor guerrero de los austríacos, vio la oportunidad de declarar la guerra a Rusia, contra la que iba a tener que enfrentarse antes o después. Creyendo que Inglaterra no entraría en el conflicto por un pequeño país balcánico, el Káiser y su Estado Mayor centraron su atención en el ataque a Francia y Rusia.
Los militares alemanes tenían la certeza de que el zar tardaría mucho en movilizar a sus ejércitos, lo que les permitía abrir un frente occidental contra los franceses, a los que esperaban derrotar de manera fulminante. Berlín contaba con la inacción de Londres, pero se equivocó. La violación de la neutralidad de Bélgica provocó la reacción británica, que aportó su poderosa flota al esfuerzo de guerra, lo que proporcionó a los países de la Entente (Francia, Reino Unido y Rusia) la superioridad en los mares.
La primera semana de agosto de 1914, cuando los imperios iniciaron las hostilidades, masas de jóvenes invadieron las calles de las capitales europeas para festejar el estallido de la guerra. Al mismo tiempo que los parisinos gritaban “¡Todos a Berlín!”, una gran multitud reunida en la Odeonplatz de Múnich mostraba su entusiasmo ante el flamear de las banderas. El mundo parecía haberse vuelto loco.
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El mapa indica la posición de las diversas potencias beligerantes en la Gran Guerra desde su inicio, así como la entrada en el conflicto de nuevos países y la fecha en que se incorporaron. Foto: Carlos Aguilera.
El escenario asiático
A miles de kilómetros del escenario bélico europeo, el 23 de agosto de 1914 Japón declaró la guerra a Alemania para intervenir en la base naval alemana de Kiao-Tcheou, lo que le permitiría tener influencia en la provincia china de Chan-Toung. Temeroso de la reacción de EE. UU., Tokio tranquilizó al presidente Woodrow Wilson asegurándole que no tenía ninguna ambición territorial en China, lo que era absolutamente falso. Franceses e ingleses pensaron que esa jugada les podría beneficiar en el frente occidental, si Japón se avenía a enviar tropas a Europa. Pero la emergente potencia asiática solo quería satisfacer sus intereses directos, que no eran otros que controlar una vasta región china. El drama estaba servido. La gran carnicería iba a ser global.