La represión franquista se refiere al largo proceso de violencia física, económica, política y cultural que sufrieron durante la guerra civil española los partidarios del bando republicano en la zona sublevada, y durante la posguerra y el régimen de Franco los perdedores de la Guerra Civil —los republicanos—, quienes les apoyaban o podían apoyarles, los que eran denunciados como antifranquistas, así como posteriormente los miembros de organizaciones políticas, sindicales y en general quienes no estaban de acuerdo con la existencia de la dictadura franquista, manifestaban su oposición a la misma y quienes constituían o podían constituir un peligro para el régimen.
Mujeres suplicando a los soldados rebeldes por la vida de sus familiares prisioneros. Constantina (Sevilla), verano de 1936.
En la historiografía no española, la represión franquista se suele denominar terror blanco (white terror en inglés, terreur blanche en francés).
Fosa común en Estépar, provincia de Burgos, con 26 víctimas del bando republicano. La excavación tuvo lugar en los meses de julio y agosto del 2014.
El periodo álgido de represión y violación de los derechos humanos (que corresponde al llamado «terror blanco») empezó con el alzamiento militar de julio de 1936 y se considera que terminó en 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial puso fin a las dictaduras de Hitler y Mussolini, principales apoyos del régimen franquista. A partir de 1945, año de la promulgación del Fuero de los Españoles, se suele hablar de represión franquista, una represión que se aplicó durante toda la dictadura hasta el fallecimiento de Francisco Franco en noviembre de 1975.
Bandera de España durante la dictadura franquista.
En una guerra civil, es preferible una ocupación sistemática de territorio, acompañada por una limpieza necesaria, a una rápida derrota de los ejércitos enemigos que deje al país infestado de adversarios.
El general Franco junto con otros generales sublevados. Fecha y lugar desconocidos.
Según el historiador Javier Rodrigo «la violencia fue un elemento no ya central, sino hasta consustancial a la dictadura de Franco… Una dictadura que echó las bases de su omnímodo poder sobre unos cimientos regados de sangre y oprobio, humillación y exclusión. Franco fue el dictador que, en tiempos de paz, necesitó de más muertos para mantenerse en el poder.[…] Hoy es ya imposible pensar en ella sin situar en el primer plano del análisis sus 30.000 desaparecidos entre los —se estima— 150.000 muertos por causas políticas, el medio millón de internos en campos de concentración, los miles de prisioneros de guerra y presos políticos empleados como mano de obra forzosa para trabajos de reconstrucción y obras públicas, las decenas de miles de personas empujadas al exilio, la absurda y desbordada constelación carcelaria de la posguerra española —con un mínimo de 300.000 internos— o la vergonzante represión de género desarrollada por la dictadura que, más allá de la reclusión de la mujer en el espacio privado, llegó a extremos de crueldad como el rapto, el robo de niñas y niños en las cárceles femeninas».
Ismael Saz también considera la represión como «un elemento central de la dictadura». «La violencia represiva debía ser ejemplarizante y aleccionadora. El terror debía quedar inoculado hasta acarrear efectos paralizantes para el presente y para el futuro. El silencio, el olvido de su propio pasado y el alejamiento, incluso mínimo, de toda preocupación política por parte de las masas de los vencidos, era el objetivo último de esta política represiva estructural»
Historia
Milicianos republicanos caídos prisioneros de los sublevados durante la batalla de Guadarrama.
Desde su inicio la dictadura franquista estuvo «marcada por el signo de la violencia represiva». A lo largo de su existencia llevó a cabo una «masiva represión política» para mantener y consolidar la dictadura y para, durante sus dos primeras décadas «erradicar todo lo que la sociedad liberal del medio siglo de restauración y todo lo que la sociedad democrática de cinco años de República había, mal que bien, visto surgir. Allí donde se habían producido las mayores novedades, entre la clase media y la clase obrera cayó un terror sistemático, administrado sin tasa por consejos de guerra hasta bien entrados los años cincuenta». La represión no sólo pretendía castigar a los presuntos culpables, sino también aterrorizar a la población. Según Borja de Riquer, «nunca en la historia contemporánea española un conflicto civil había sido seguido de una venganza tan amplia, violenta y prolongada. […] No hubo interés por integrar políticamente a los vencidos, ni por buscar una reconciliación, sólo se les quería destruir o someter».Una valoración compartida por Michael Richards: «La España franquista se caracterizaría, sobre todo, por la negativa a considerar cualquier clase de reconciliación. La sociedad se dividiría entre «España» y «anti-España«. Este es el fundamento de la represión masiva de la posguerra».
Según Ismael Saz, la política hacia los vencidos se debió a que, a diferencia de los fascismos, el franquismo nunca se propuso la «materialización de una comunidad nacional armónica y entusiasta proyectada hacia el futuro. No se abría por tanto la posibilidad de integrar a los vencidos en un nuevo proyecto comunitario e integrador. Si a los antiguos dirigentes y responsables políticos de la España republicana les esperaba el paredón, la cárcel o el exilio, a los combatientes, militantes de base y simples simpatizantes, se les ofrecía en el peor de los casos la misma suerte y, en el mejor, el arrepentimiento, la resignación y el silencio». Este «espíritu vengativo de los vencedores es una de las cosas que ha quedado fijada más nítidamente en la memoria popular». Y en este sentido la represión «cosechó el mayor de los éxitos en el objetivo que perseguía: la represión tuvo efectos paralizantes y definitivos sobre la mayoría de la población». Un obrero valenciano afirmó muchos años después: «… porque este señor [Franco] si cuando terminó la guerra hubiera dado perdón a todos, hubiera hecho borrón y cuenta nueva tal vez se hubiera ganado al pueblo, pero así no».
Y cuando los rojos (republicanos o fascistas fueron los términos con los que se etiquetaron a los oponentes del dictador) lograban salir vivos de la cárcel, de los campos de concentración y de los batallones de trabajo, la represión a menudo continuaba poniéndoles todo tipo de obstáculos para que pudieran rehacer sus vidas (impidiéndoles recuperar su puesto de trabajo, obligándoles a vivir en otro sitio, prohibiéndoles la asistencia a determinados locales o espectáculos, etc.). Así lo justificaba el entonces número dos del régimen, Ramón Serrano Suñer, en marzo de 1941: había un «enemigo irredimible, imperdonable y criminal» sobre el cual debía caer «la sentencia de irrevocable exclusión, sin la cual estaría en riesgo la propia existencia de la Patria».Por otro lado, ningún sector que apoyó al régimen franquista ni ningún líder alzó su voz para denunciar la represión. Tampoco la Iglesia Católica que más bien la justificó y ayudó a que fuera aceptada por la población.
Borja de Riquer distingue varias etapas en la represión franquista después de la guerra: «hasta 1944 esta fue muy generalizada e intensa; posteriormente, la represión se hizo un poco más laxa, aunque persistieron coyunturas especialmente violentas, como la de los años 1947-1950, 1958-1963 y 1969-1975».Según este mismo historiador se puede afirmar que la represión franquista fue muy eficaz hasta al menos mediados de la década de 1960, «mientras las actividades de la oposición eran realizadas por núcleos clandestinos relativamente reducidos y sin capacidad de promover grandes movilizaciones de masas». Después, «las fuerzas de orden público tuvieron más dificultades para desmantelar los grupos cada vez más numerosos y activos de la oposición, pese a que lograron no pocos “éxitos” represivos».Según Julián Casanova, «la represión fue una útil inversión que Franco supo administrar hasta el final».
Uno de los elementos definitorios de la represión franquista fue el recurso constante e indiscriminado a la tortura «que se llevó a extremos nunca conocidos en cuanto a extensión e intensidad» en la historia contemporánea de España ―«la tortura a manos de funcionarios del Estado fue una realidad incontestable, sistemática»―.Francisco Moreno Gómez ha llegado a afirmar que el franquismo creó un «estado general de tortura».
En cuanto a la efectividad de la represión, Borja de Riquer sostiene que no sólo logró «debilitar notablemente a la oposición política» ―«el régimen franquista realmente no llegó a verse amenazado por la disidencia y la subversión»―sino que también consiguió que «una buena parte de la población española llegase a tener miedo de hablar de política». «El gran éxito político del franquismo fue, en efecto, lograr la despolitización forzada de buena parte de la población española. Qué duda cabe de que ése fue uno de los factores que más contribuyeron a que la dictadura perdurase tantos años». José Luis Rodríguez Jiménez coincide con esta valoración: «la represión buscaba y consiguió la apatía política, cuando no el miedo, de la mayor parte de la población, circunstancia reforzada por el recuerdo de la guerra civil, muy presente en la sociedad española y alentado desde el sistema». Al régimen le bastaba con «la aceptación pasiva de los ciudadanos».
Un obrero jubilado valenciano recordando la posguerra le dijo al historiador que lo entrevistaba: «Pues mira: es que vivíamos asustados, asustados, asustados porque había una disciplina muy fuerte, muy fuerte… Vivías en un estado nervioso, sin poder relajarte, porque entre la guerra, la cosa de depuración que no sabías tú si…». Otro recordaba que por no pararse cuando yendo en bicicleta estaban bajando la bandera en un cuartel los soldados se lo llevaron al cuarto de guardia, junto con otros obreros que le acompañaban, y allí «nos arrearon dos hostias y nos dijeron: a la próxima cuando ustedes vean que van a bajar bandera, pararse y ponerse firmes».
La represión en la zona sublevada de la guerra civil española (1936-1939)
La represión violenta y sistemática fue un componente esencial del golpe de Estado en España de julio de 1936 que dio origen a la guerra civil. En las ‘’instrucciones reservadas’’ que dio el general Mola durante la preparación del golpe ya se hacía hincapié en ello
El objetivo de la violencia represiva era doble: por un lado eliminar a los que se opusieran al «Alzamiento», y por otro sembrar el miedo y el terror entre la población para atajar cualquier intento de resistencia real o potencial. En los bandos que proclamaron los generales insurrectos en los que declaraban el estado de guerra, supuesta base legal para el golpe y por el que asumían todos los poderes del Estado, aparecían estos objetivos, como el bando de guerra que proclamó el general Queipo de Llano en Sevilla el 23 de julio de 1936. En él se amenazaba con ser «pasadas por las armas inmediatamente [a] todas las personas que compongan la Directiva del gremio» que se pusiera en huelga «y además [a] un número igual de individuos de éste discrecionalmente escogidos». Añadiendo en el punto siguiente: «advierto y resuelvo que toda persona que resista las órdenes de la autoridad o desobedezca las prescripciones de los bandos publicados o que en lo sucesivo se publiquen, será también fusilada sin formación de causa». Un decreto de 28 de julio de la Junta de Defensa Nacional extendió el estado de guerra a toda España ―estaría vigente hasta 1948― y en él se establecía que incurriría en el delito de rebelión militar todo aquel que defendiera, activa o pasivamente, el orden constitucional republicano.
Cuando el golpe de Estado derivó en una guerra civil el objetivo de los sublevados en los territorios que habían caído en sus manos en el primer momento y en los que fueron ocupando fue acabar con cualquier vestigio de república. Así lo justificó el propio general Franco en febrero de 1937, cinco meses después de haberse convertido en el ‘’Caudillo’’ de la zona sublevada: «En una guerra civil, es preferible una ocupación sistemática de territorio, acompañada de una limpieza necesaria, a una rápida derrota de los ejércitos enemigos que deje el país infestado de adversarios». Un mes más tarde volvería a insistir en la necesidad de la «redención moral de las zonas ocupadas»
La «limpieza» de la retaguardia sublevada se llevó a cabo de forma sistemática, consciente y meditada ―«no era el resultado de un mero estallido espontáneo de violencia irracional y pasional como consecuencia de las hostilidades»―Desde el principio tuvo un carácter selectivo: fue dirigida inicialmente contra los militares que no se sumaron a la rebelión, contra las autoridades políticas ―gobernadores civiles, alcaldes, concejales, presidentes de las diputaciones, etc.―, contra los dirigentes de los partidos políticos republicanos y de izquierdas ―especialmente si eran diputados a Cortes por el Frente Popular (40 fueron asesinados) o eran masones― y contra los líderes de las organizaciones obreras ―también personas destacadas de izquierdas como el poeta Federico García Lorca, cuyo certificado de defunción recurría a un eufemismo como le ocurrirá a miles de víctimas asesinadas: «a consecuencia de heridas producidas por hechos de guerra»―.
Casi todos ellos fueron fusilados sin juicio previo o «paseados» en las primeras semanas de la guerra o más tarde conforme los rebeldes fueron ocupando territorios que tras el golpe habían quedado bajo el control de la República ―«no eran asesinados para dar un escarmiento ejemplar, para que se enteraran sus seguidores, como a veces se dice, sino para arrebatarles el poder, para echar abajo el modelo de sociedad y el sistema de libertades que defendían»―. Sus cuerpos quedaron abandonados en las cunetas o junto a las tapias de los cementerios. Por ejemplo, en Galicia fueron fusilados o «paseados» sus cuatro gobernadores civiles ―el de La Coruña, Francisco Pérez Carballo, fue fusilado junto con los dos oficiales que resistieron junto a él en el edificio del gobierno civil; la esposa de Pérez Carballo, Juana Capdevielle, que había abortado tras conocer que su marido había sido ejecutado, fue violada y asesinada por una escuadra falangista, dejando su cuerpo abandonado en el campo―. En ocasiones si no conseguían apresar a la persona que buscaban, asesinaban a su familia, como les sucedió al padre, a tres hermanos y a un tío del gobernador civil de Cáceres que fueron «paseados» ―el resto de la familia fue encarcelada y el negocio del padre saqueado―.
Tras los dirigentes la violencia en la retaguardia sublevada se cebó con los militantes o con los simples simpatizantes de los partidos del Frente Popular y de las organizaciones obreras ―que «cayeron como moscas»―así como con determinados colectivos especialmente odiados por los conservadores, los católicos y los falangistas como los maestros ―varios cientos de estos últimos fueron asesinados en las primeras semanas sin pasar por ningún tribunal―. También fueron objeto de la violencia personas que simplemente habían sido denunciadas por sus vecinos como elemento «significado y contrario al Movimiento Nacional». Los cuerpos aparecían al amanecer en las cunetas, en los descampados o junto a las tapias de los cementerios. Los verdugos fueron militares, falangistas, requetés y «gente de orden» que ajustaban cuentas y liquidaban viejas disputas; que ejercían lo que Julián Casanova ha denominado «represión de clase», especialmente evidente en el mundo rural. De ahí que la víctima principal de la represión fuera la clase obrera y campesina.
María Domínguez, primera alcaldesa en la historia de España, fue detenida y «paseada» en Fuendejalón (provincia de Zaragoza) a principios de noviembre de 1936.
Las mujeres por su parte sufrieron formas específicas de represión, que incluyeron los malos tratos y la tortura, como la mutilación del clítoris o la violación, y la humillación, como las rapaduras de pelo o la ingestión de aceite de ricino. A los miles de mujeres que perdieron un padre o un marido víctimas de la represión también se les prohibió manifestar su dolor a través del luto. Otras muchas fueron asesinadas, algunas de ellas por no seguir el rol tradicional que se les había asignado, como la socialista María Domínguez, primera alcaldesa en la historia de España, que fue detenida y «paseada» unos días después de haber hecho lo mismo con su marido, también socialista; o por ser la pareja de un «rojo» muy conocido, como Amparo Barayón, esposa del escritor Ramón J. Sender y a quien antes de la «saca» le arrebataron a su hija de pocos meses porque «los rojos no tienen derecho a criar hijos», según le dijo su carcelero.
Las torturas, los malos tratos y las humillaciones que padecieron los detenidos, incluso ante la presencia del juez militar ―cuando no eran asesinados sin más dilación―también se produjeron en las prisiones, en los centros de retención provisionales y en los campos de concentración donde los internos ―muchos de ellos sin haber sido acusados formalmente de ningún delito― soportaron unas condiciones de vida deplorables marcadas por «la carestía, la enfermedad, el hacinamiento y la corrupción». Además, eran objeto de brutales castigos y los calificados como «desafectos» fueron obligados a realizar trabajos forzados en batallones formados al efecto.
Manifestación de apoyo al Generalísimo Franco en la Plaza Mayor de Salamanca con motivo de la toma de Gijón (octubre de 1937).